Nos mandaron a la guillotina
enamorados,
nos vieron reír ante el destino.
Ambos, corrompidos por la vida,
quemábamos libros
de Schopenhauer
con la leve esperanza
de cambiar el mundo
con su humo.
Fuimos poetas de lo nuestro,
dioses creadores
pero más aún destructores.
Rompimos mil barreras desconocidas
y la ventana de lo inefable
cada vez era más pequeña.
Matamos el romanticismo
cuando pintamos lágrimas
al cleptómano
de Théodore Géricault,
él parecía arrepentido
y nosotros fuimos los enfermos.
También destripamos los versos
de Aloysius Bertrand.
Jugar con el sentimiento
era como besar
una bala en el aire.
Ayer nos preguntaban
si estábamos enamorados
de la muerte
y, como buenos románticos,
dijimos que resucitamos
el amor.