En la casa de mis abuelos
no se usaban los relojes
y sobraban las ventanas.
Observaba posar el zorzal
con su suave abrigo de madera
creyéndo ser un tronco
con los árboles de la cercanía.
En ocasiones un gato llegaba
a mendigar víctima de su estómago,
las ventanas estaban abiertas hasta la noche.
Gracias a ese diminuto portal de vidrio
comprendí que la casa de mis abuelos
era una creación de las ventanas.
Y que la ventana era una puerta
que al abrirse ilustraba
el único y verdadero hogar.
Cuántos semáforos repitieron
un millón mil veces su patrón
para que los gatos adoptaran
los complejos típicos de rata
e irrumpieran rompiendo los cristales.
Desde aquel momento mis abuelos
sellaron las ventanas con barrotes.
Tras esto, cuando voy a su casa
solo creo ser un pequeño zorzal
aprisionado en una inmensa jaula.
Porque la casa de mis abuelos
ya no existe sin las ventanas.
Por eso con el tiempo nació
la necesidad de ver los relojes.