En el destello de un rincón de mi fantasía,
frente a frente nos sentamos. Un café y un licor de por medio.
“Puedo escribir los versos mas tristes esta noche”, me dijo.
Oh, Maestro, le respondí. Yo no puedo hacerlo.
Mis manos y mi mente se han entumecido
con el vendaval aquel que paralizó mis sueños.
He visto su imagen recortada sobe el arco iris,
no pude alcanzarla con el vuelo lerdo de mi poesía.
Oí su voz que surgía desde el fondo de la tierra
y envolvía mis sentidos, mas no pude sujetarla.
Sentí una caricia sin presencia que embargaba mis poros
con el bálsamo azul de su mirada.
Abracé su cuerpo que era de luz y de brisa
y al sentir su calor quise besarla y no estaba.
Maestro, esto que te cuento me causa dolor.
Y ya no puedo, y ya no quiero escribir.
Poeta, me dijo, aquel gigante de la pluma de oro:
Escribe. Escribe sin cesar: “Aunque este sea el último dolor
que ella me causa, y éstos sean
los últimos versos que yo le escribo”.