Las inclementes temperaturas gélidas congelaban a todo ser consciente que se atrevía a atravesarlas. Y aunque se podía sentir su esencia blanca, no se podía tocar; y aunque carecía de aroma, se podía respirar un aroma frío fresco.
Aquella fría e inmisericordiosa entidad, se alejo gracias a la temperatura gentil y calurosa. A su hora, comenzó a dominar la luz desde su evidente y pronunciada llegada.
Punto medio: ni frío entumecedor, ni calor socavador. La tierra era templanza la cual era creada por lo inclemente y temperamental.
Aquel equilibrio con beatitud, que tocaba hasta la célula mas mezquina, se fue manchando por la natural perdida del que arde sin quemarse, pero que puede quemar hasta el final de su tiempo todo aquello creado por el universo. Predominaba aquel acero blando, intangible y helado.
Después de aquella marcha, como cual llanero solitario, de la temperatura más cálida, aquella, la otra paradójica, era soledad fría.
La oscuridad pintada de un azul manchado de gris, rodeaba el lugar donde paran y se paran y no paran de brillar las estrellas. Estrellas, que al final, rescataron la noche.