Para continuar mañana o en retrospectiva,
Hendiendo el horizonte que un niño puso allá lejos.
Con las pupilas clavadas en la ruta, retroceder para trepar
La última constelación
Con sólo un salto destinado a romper el firmamento y mis huesos.
Hay un invisible que se sacude ante mi rostro,
Aquello que no he captado por serme insoportablemente distinto
Y, sin embargo, comienza a molestarme; casi como quien se siente observado
En la noche por un gato o un hombre que fuma desnudo en un balcón.
Sólo cuando estoy a salvo en el hartazgo de las renuencias
Algo de aquello que no veo se esclarece, aparecido emergiendo del agua,
Temblando frente a mi cara de querer no querer contemplarle.
Entonces, el hueco del origen respira profundamente, como si en secreto
Hubiera amado el aire que con afán negaba.
Y en el círculo mutable de lo adverso (aquello que me subvierte,
Que me delata desconociendo mis muescas)
Me suelto del borde de la tierra para hundirme en lo pávido, en lo infinito.
Quisiera no querer verte desnudo, espectro de lo eterno
Devorándome la entraña,
Creando en el sonido la jaula justa para el pájaro que nunca trinó,
Empujándome al lugar común por haberme arrojado hacia y desde tantas otras camas.
Pero, ¿cómo no acercarte aquel viejo fósforo, si es que aún encendemos?
¿Cómo no cederte permiso para que me arranques del mundo de los reflejos,
Y me hagas beber del vino que se agrió para saberse a sí mismo?
Sí, tal vez no haya alboradas, ni registros, ni fugaces brillos tajeando la oscuridad,
Y aquel niño no tenga más que una pelota sucia de trapo y esperanzas.
Pero habrá que avanzar de este lugar que soy,
Adelantarme hasta el inicio de mí
Y quedarme por ahí, para obligarme a ver
Lo que querré no querer mirarme.