Relatar el miedo ¿quién puede hacerlo? ¿Quién puede describir el entumecimiento en los hombros, la angustia que inunda y se derrama de los ojos entornados, el temblor en las rodillas arqueadas, la vasta autocompasión que te impide pensar y te inmobiliza, la espalda encorvada y los brazos que cuelgan despojados de toda voluntad en espera del golpe, ese golpe final que sabés fatal y sin embargo dilata el tiempo hasta transmutarse en pura noción de sufrimiento físico, la boca que se abre y se llena de saliva en un instante eterno, y el hormigueo que recorre la espina y el dorso de los brazos y la nuca como una corriente fría que te atraviesa como un acero, y al mismo tiempo dar al menos una idea del significado de la palabra, todas esas impresiones juntas, y además, el inenarrable tormento moral, recóndito, profundo, la absoluta e inexorable certeza del fin?
..............
Durante los primeros años de los noventa, la Administración Federal de Ingresos Públicos, entonces conocida como la Dirección General Impositiva, o más familiarmente la DGI, lanzó a la oferta pública, como lo hace mas o menos periódicamente, una nueva moratoria, esta vez para los enrolados entre los Trabajadores Autónomos.
Este género de jubileos, además de reabrir el eterno debate entre los que pagan y los que no pagan, ofrece al Contador diplomado una excelente oportunidad de ganar honradamente algún dinero extra que a veces, según la complejidad del trámite a realizar, la calidad de la oferta realizada (esto es, cuánto me descuentan por acogerme al servicio), y la capacidad económica de los contribuyentes a la sazón, puede representar una masa de dinero importante, un auto nuevo o unas buenas vacaciones.
En esta ocasión en particular se dieron todas estas coincidencias en un grado superlativo. Yo calculé rápidamente que, poniendo promotores en la calle y cobrando un honorario de doscientos pesos, podía ofrecer al vendedor una comisión de cien pesos y ganarme otros cien por cada trámite, lo que representaba una buena cantidad de dinero si los chicos trabajaban bien.
Por aquel entonces yo dictaba Economía en una famosa Universidad. Eran tiempos difíciles para los que buscaban empleo, por lo que fue muy bien recibida en mi cátedra la noticia de que mi estudio contable contrataría promotores entre los alumnos que se anoten. Se presentaron veintiséis. Tras una breve capacitación sobre las características del producto y sobre técnicas de venta, comenzaron a trabajar, con suerte varia.
Excepto el caso de una chica que definitivamente no pudo arrancar, puedo decir que todos hicieron un muy buen negocio, especialmente en los casos de Martita, Luciana e Isidro, que trabajaron tan bien y vendieron tanto que, una vez vencido el plazo de la moratoria, no dudé en contratarlos para que siguieran trabajando conmigo en el estudio. La tranquilidad de tener un trabajo fijo en tiempos de desempleo, y además con un buen sueldo porque nunca fui amarrete con mis empleados, sumado a la pequeña fortuna que les hice ganar con las ventas, me hizo merecedor de su eterna devoción y gratitud, que se vió reflejada en sus notas de Economía a fin de año.
Tanto fue así que Isidro, que en realidad se llamaba Isidoro, Isidoro Cardozo, cosa que yo, como su empleador y docente, no podía ignorar, pero que se hacía llamar Isidro tal vez porque suponía que la homonimia con un santo tan prestigioso que gozaba hasta de hipódromo propio lo reputaba, al comenzar el año, me invitó a pasar unos días en la estancia de sus padres en Santa Fe.
Yo había planeado concienzudamente un exquisito mes de febrero en la costa opuesta del Río de la Plata, con una compañía femenina que no me es lícito nombrar aquí. No necesitaba ni deseaba más vacaciones que éstas. Además, la idea de pasar una semana con Isidro y su familia, a pesar de que Isidro es un buen muchacho, me parecía ligeramente escalofriante. Incluso la idea de recorrer cierto número de kilómetros en el auto nuevo de Isidro con él al volante me aterraba. Por eso todavía no puedo comprender por qué, el lunes cuatro de enero, yo estaba viendo salir el sol en la ruta a Santa Fe, mientras me despeinaba el aire fresco del amanecer que entraba por la ventanilla.
En los viajes largos se conoce a la gente. Antes de llegar a Escobar ya tuve que hacer uso de mi autoridad para refutar una teoría loca sobre la Revolución de Mayo que este chico había leído quién sabe dónde y que me ofendía como argentino. El resto del viaje fue peor, porque se veía que Isidro era de esas personas que se aterrorizan ante el sano silencio y por lo tanto hablan sin parar, de ovnis, de política internacional, de música, de aparecidos y de best sellers, todo junto y sin solución de continuidad como si se tratase de una misma y única masa de palabrerío insulso y sin sentido. En esos casos, yo aprendí hace mucho tiempo que lo mejor es no contradecir, sonreír ligeramente y tratar en lo posible de cambiar de tema en lugar de enojarse, porque el circuito del disgusto se realimenta a sí mismo y uno puede fácilmente llegar a las manos en esos casos si se sulfura, y al fin y al cabo el único perjudicado es uno por una estupidez.
Hacia las diez de la mañana paramos en un almacén al costado de la ruta. El bar era alto, fresco y con piso y techo de ladrillos. El patrón asomaba detrás del mostrador, con su boina negra y su pañuelito al cuello. Cuando vino a servirnos, observé que vestía bombachas de gabardina y alpargatas. Nos atendió como si nos conociera de toda la vida, y pude ver en él y en los pocos parroquianos que conversaban en la otra mesa vino de por medio, esa cordialidad y esa hospitalidad de la gente de campo, tan diferente de los predadores de la Capital. Pude respirar el campo y me sentí feliz.
Al mismo tiempo, al reconocer a Isidro en sus paisanos, me reconcilié con él. Mientras desayunábamos conjeturé que toda esa conversación vacía del pibe no era más que un intento de su parte por parecerse a los citadinos, cosa vana si se quiere porque lo mejor quiere equipararse a lo peor, pero así debe ser la naturaleza humana, uno añora lo que no tiene, o tal vez fuera un mecanismo de adaptación o de defensa frente al medio en el que le toca estudiar y trabajar y por ahí en el futuro afincarse definitivamente.
El resto del viaje fue mucho más ameno, porque la conversación derivó rápidamente hacia los recuerdos de la infancia y de la parentela de Isidro. Parece que la estancia “Las Coloradas” era propiedad de la familia desde muchas generaciones atrás, por vía materna. En ella vivían actualmente sus padres y un hermano mayor casado, con un bebé, junto con una tía y “el agüelo” que estaba postrado desde hacía unos meses. Me contó que repentinamente había sufrido de una hemiplejía que había paralizado todo su cuerpo. Corregí mentalmente: cuadriplejía, con mi acostumbrada afectación que afortunadamente no llegó a la voz. Aparentemente la ascendencia de la madre se habia radicado en ese sitio desde hacía mucho tiempo, seguramente más de un siglo, tal vez más. En todo caso, Isidro no lo sabía, y no tenía idea de quién lo podría saber. El apellido original se había perdido.
(Continuará)
Episodio 1 : https://www.poemas-del-alma.com/blog/mostrar-poema-482969
Episodio 2 : https://www.poemas-del-alma.com/blog/mostrar-poema-483047
Episodio 3 : https://www.poemas-del-alma.com/blog/mostrar-poema-483208
Episodio 4 : https://www.poemas-del-alma.com/blog/mostrar-poema-483353
Episodio 5 : https://www.poemas-del-alma.com/blog/mostrar-poema-483569
Episodio 6 : https://www.poemas-del-alma.com/blog/mostrar-poema-483656