“Por ahora, quisiera leerles uno de los más breves, quizá, que aparentemente no dicen nada pero como les digo dejo a su juicio, a su amable juicio y a su generosidad, que sean un poco tolerantes conmigo”.
Juan Rulfo recitando No oyes ladrar los perros.
No teníamos dónde enterrarla
Para Irma.
La niña del vecino se murió.
Eran las tantas de la madrugada cuando empezaron a escucharse llantos por toda la casa. El padre iba de aquí para allá trayéndole trapitos mojados, untándoselos en la frente y cara para calmar el infierno que era todo su cuerpo; pero la niña no dejaba de llorar. Llevaba días que comía poco, cada vez tenía más sueño y dejó de salir a jugar, apenas hablaba. Ahora ardía en fiebre y se retorcía sobre un pequeño colchón en el suelo, le temblaban las manos y comenzaba a decir con voz agitada cosas que su papá no podía entender.
Supo entonces que debía ir por Don Eulalio, al otro lado del pueblo; el viejo sabía qué hacer con los males que atacaban a los hombres por las noches, quitándoles el sueño. Tomó su morral y dejó sola a la niña en la pequeña casita de madera podrida. Llevaba un machete por si algún cabrón se le aparecía a quitarle lo poco que tenía. La noche era oscura y no había estrellas en el cielo; salvo una luna gorda, azul celeste que iluminaba el camino por donde el padre iba corriendo. Se movía entre matorrales, lodo; brincaba piedras y charcos que, por más lejos que lo hacían sentir, seguía escuchando el llanto de su hija.
Pasó largo rato cuando regresaron. Entraron a la casa en un ambiente de silencio y frío y no tardaron en darse cuenta de que la niña ya no respiraba. Tenía la piel fría y los ojitos muy bien cerrados; parecía que dormía. Don Eulalio le pasó la mano por el pechito subiendo al cuello, como buscándole algún retazo de vida, un pequeño calor que tuviera su piel, pero no lo encontró. Le puso una sábana raída en el rostro y la dejó con el papá; ni el pésame le dio.
Ahí estaba la hija de Pedro; Celeste, pero todos le decíamos la Teté. Ahí estaban los dos en la noche fría, con el murmullo del viento entrando por los agujeros de la casa donde pasaban los ratones que no se ven pero se oían. Ahí tenía a la niña en brazos acariciándole el cabello y arrullándola de vez en cuando. Quién sabe si durmió.
Tú nunca has escuchado a un hombre llorar como yo escuché a Pedro aquella vez. Y es que el llanto del hombre no se compara al de ningún otro. El de la mujer es natural, sale con fuerza desde su seno, aprieta los puños para que salga mejor y resuena entre oídos oyentes; el de los animales sólo se escucha cuando están heridos o se les arrancan las crías; el de un niño es inocente, jala el aire apretándole la garganta y el peso del llanto le saca los mocos y le hace temblar los dientes. Pero el del hombre rasga el alma e inflige miedo en el corazón. Cae lástima sobre la imagen del hombre cubriéndose el rostro con las manos y en sollozos escondiéndose de sí mismo. Yo lo escuché llorar esa noche y otras más; pero tú de esto no supiste nada. Tú tienes el sueño pesado, como de muerto. Y sólo cuando la tripa se te vuelve retortijón, anunciándote que hay hambre es cuando te despiertas.
Bien te has de acordar de ella; de su cabello negro, su piel morena llena de lunares y que estaba chimuela de un diente de enfrente. Acuérdate que cojeaba de una piernita porque un día se cayó tratando de arrancar los duraznos menos verdes que sólo se daban en la copa del duraznero. Nos tocó escucharla gritar cuando le estaban acomodando el hueso salido allá en casa de la Clara, que le dijo bien claro que tenía que guardar cama para que la pierna descanse, y a la chamaca no le importó y desde la mañana estaba jugando o cazando lagartijas cerca del llano.
A veces, cuando hacía calor, se ponía a cantar y qué bonita voz tenía. Acuérdate que Doña Gémina le regalaba mangoneadas los domingos después de misa, siempre y cuando la teté le cantara una canción y ya ves que ganas no le faltaban. Entre semana se las vendía, pero más baratas, de a tres o dos pesos. A ti también te las daba igual, pero cuando eras más chico. Te las regalaba los domingos siempre antes le bailaras y tú lo hacías y bailabas chistoso y ella se agarraba a carcajear. Pero con el tiempo todo niño se vuelve añejo, arrugado y feo. Se le incrusta en el corazón un poco de odio del mundo entero y a veces se vuelve malo. A ti no te odia doña Gémina, es sólo tu naturaleza de hombre la que no le agrada. La que le recuerda al hijo que le mataron.
Ya cuando salió el sol varias de las comadres fueron a visitar a Pedro. Pero éste las corrió de la casa a punta de gritos y groserías “Que me dejen sólo, chingadas viejas, que me dejen solo” les gritaba desde la ventana que no tenía vidrio, sin siquiera verlas. No fue hasta en la tarde cuando se le bajó el coraje y dejó la puerta abierta para que fuéramos a velarle a la niña. Más no fueron las comadres. Se indignaron por lo de la mañana. Pero falta no nos hicieron y nadie habló de ellas. Hizo bien en correrlas. Ya sabes tú que la Lencha, la arrugada y la mojada son bien metiches; ellas escucharon cuando la niña estaba llorando y no salieron a ayudar porque “no era asunto suyo” como le dijeron a Pedro cuando las sacaba de su casa. Méndigas viejas argüenderas, se meten en lo que no les importa y van a donde no las llaman. Por eso las dejaron sus esposos. De ahí a que fueses amargadas eso ya es otra cosa.
Entramos sin decir nada, como animales al corral. El motivo de rezarle al occiso nos hizo pasar como si fuera nuestra propia casa. No porque hubiera tristeza si no porque así lo manda Dios, así es la ley divina; porque eso es lo que se le hace a los muertos. Velar el cuerpo, rezarle oraciones aprendidas de memorias, pedir un poco de pan y cuando se hace más noche dar una última condolencia como quien dice un recado. Así para al final ya irse a casa.
Todo esto te lo digo porque nadie le lloró a la niña, nadie se afligió al ver sus mejillas grises y sus manos juntas en el pechito que ya no respiraba. Nadie sintió lástima de Pedro. Ni siquiera voltearon a verlo al rostro. Nadie vio sus ojos vidriosos, sus negras ojeras y las marcas que dejó el recorrido por donde pasaron sus lágrimas.
La teté se murió un miércoles y no le iniciamos la misa de cuerpo presente hasta el viernes. Tuvimos que esperar porque el padre estaba enfermo y no abrió la capilla hasta que se recuperó. Antes la dejaba abierta, pero la gente se aprovechaba y robaban cosas del altar o figuras de los santos y ahí veías al padre Chava recomprando sus cosas en la calle porque bien era o muy bueno o muy cobarde como para tan siquiera pensar en levantarles la voz. Pero al fin y al cabo le hicimos la misa, no fueron muchos porque tenían cosas qué hacer pero ni qué decirte, ya ves cómo es la gente; tú por lo menos no pudiste ir porque tenías que asistir a la cajeta en el nacimiento de su becerro. Nomás fuimos Pedro, la Clara, Doña Gemina y yo y uno que otro que nada más iba a confesarse o a besarle los pies a la virgen en busca de un milagro. Ahí estaba el padre dando el sermón sobre la vida y la muerte. Que Dios nos da un pequeño tiempo para vivir y cuando menos lo espera uno, lo llama a su lado. Así nos calma, nos hace sentir seguros del miedo a la muerte. Nos complace o al menos a la mayoría.
No enterramos a la Teté. Su padre se la llevó a casa y ahí la tuvo, la seguía velando y a veces le hablaba. Y es que cómo podía dejar a la Celeste, el único recuerdo de su mujer, que murió cuando trajo a la niña al mundo o mejor dicho al llano. Porque ahí nació; entre la tierra, calor, llanto y sangre. Un grito se escuchó aquel día pero nunca supimos si fue de la niña o de su madre. Y el llano dio frutos y llegaban animales de quién sabe dónde y un hilo de agua al que llamábamos río, que corría debajo, creció. Con el tiempo la niña cantaba en el llano y éste silbaba, sobre su vendaval viajaban hojas secas que se combinaban con el polvo de cada pisada que ella daba al bailar. Ahí se divertía la Teté, cerca de donde enterraron a su madre.
A veces siento que la tierra nos la pedía de regreso pues ahí nació y nosotros no hicimos otra cosa más que sepultarla lejos, al otro lado del páramo. El llano pedía el cuerpecito y nosotros se lo quitamos, no regresó a donde pertenecía. Quizá por eso la tierra se entristeció y dejó de dar su fruto o se llenó de rabia y se volvió más árida, más seca, más caliente. Su sol ardía en la piel y por las noches el viento era violento y helado que parecía que quemaba. Se nos comenzaron a morir los animales y vecinos y los niños que quedaban, bien te has de acordar cuando te tocó ir a buscar más madera para hacer pequeñas cruces o que se te acalambraban las manos de tanto tallar la piedra para hacer lápidas y marcar las tumbas.
Había un aire de que el llano reclamaba lo que le pertenecía y le hubiésemos hecho su tumbita ahí, te juro que así pudo haber sido. Pero no teníamos dónde enterrarla sin que Pedro se acordara de la Teté, por eso la sepultamos ahí, lejos; sin que avivara algún recuerdo. De esto bien que te acuerdas, a ti te tocó ir por la teté cuando Pedro no soportó la idea de enterrar a su hija y cuando el hedor de la muerte ya corría en por nuestras casas. Ese olor que ni una cajita de madera puede encerrar y al que tú ya estabas acostumbrado.
Hay días en los que pienso que fue el llano quien la mató; que fue él quien la trajo a este mundo y la quería de vuelta. A lo mejor con sus vientos más fríos, tal vez con alguna hierba mala o algún animal ponzoñoso que trajo desde lejos. Pero estas cosas siempre las pienso después de la sexta cerveza y nunca llego a nada, más que a la resaca.
Lo único que sé es que el llano es un lugar maldito pero es el único paso que conocemos si queremos ir a un lugar mejor. Por eso ya es tiempo de que te vayas. Aquí ya no hay nada que tengas que hacer, no hay nada que te sirva aquí. Sólo hay gente vieja, muertos y tristeza. La tierra ya no nos va a dar para los dos, apenas alcanza para mí y yo no lo quiero ver a usted pidiendo limosna o haciendo quién sabe qué cosas malas para ganar su papa. Mejor agarre sus cosas y váyase con el Pedro, que mañana sube al llano y se va derechito pal norte porque aquí todo le recuerda a la Teté. Tome allá unas tierras, cásese como la ley de Dios manda y trabaje, que para eso le han dado dos manos y para eso le he dado mi nombre.
Allá encontrará cobijo, comida y agua fresca. Encuentre ahí a los demás. Cruce y siga derecho, no se distraiga, ni aún con los ecos de las voces de quienes intentaron cruzar el llano y ahí se quedaron. Váyase por sus cosas, pero antes de que se marche avísele a Pedro que usted lo acompaña, cáveme una tumba porque Dios no recoge a los muertos en casa y páseme una cerveza.