El color se pintaba solo, gracias a aquel borde de brillo, que poco a poco borra a otro, pero oscuro.
Aquel borde se convirtió en a capa de pintura que necesitaba aquel lienzo citadino: el viento se podía sentir y el color se podía percibir, casi convivir con lo vivo que casi respiraba.
Sin duda la jornada fue dulcemente colorida, aunque estaban aquellos amargos opacos y muertos grises, no eran suficientes para sublevar el contraste de lo pintoresco.
Cuadro que entraba en ignición indómita, rayos carmesí como señal de victoria del día sobre la noche, pese a que ésta era inminente.
Aquella ráfaga carmesí produjo después chispas diamantinas que se mantienen suspendidas ante aquel umbral de azulejo azulado.