En la habitación de un hospital
un anciano yace desahuciado.
Los doctores han diagnosticado
el inminente golpe letal.
Sobre el moribundo ya planea
la bandada de aves carroñeras.
En suma, tres hijos y dos nueras
que con ojos secos lloriquean.
¡Pobre hombre, que bueno era mi suegro!
Se queja una nuera entre lamentos,
un último giro al testamento
dejaría un duelo menos negro.
¡Padre, yo era tu hijo predilecto!
Exclama el que lo llevó al asilo
entre lágrimas de cocodrilo.
Cinco buitres, a cual más abyecto.
Todavía consciente en el lecho
de muerte, el anciano, compungido,
se pregunta si habrá merecido
la pena sacrificar su pecho
en pro de semejantes alimañas.
La tristeza acelera el proceso
mientras los buitres, con gesto avieso,
van disputándose las entrañas.
Se aproxima el último estertor
y poseídos por el demonio
despedazan todo el patrimonio.
Dejan los huesos y el corazón.