Jesús Oscar Ugalde

DESPIDIENTE

Corpóreo corazón fracturado, detenido

de tiempo congelado;

su quietud ha vuelto la incólume familia desprovista.

 

Dormido, sin percibir el infortunio,

el trance le ha dilucidado.

 

Una sábana está despierta con el sol caído,

como herida de la historia interrumpida,

la que ha encolerizado el tambor.

 

Hay silencio, entran a la habitación,

hay silencio,

atrapado como descompuesto,

el silencio de los hijos… hijos del hombre.

 

Un cajón, un nicho de metal, lo levanta,

las carrozas han vaciado su espera,

el café cocido abre los párpados insomnes.

 

Cirios, música expirada en vida del señor,

las fuentes de los lagrimales traspiran

como el ataviado velo negro de calavera.

 

Duerme, duerme, duerme

en el hastío último inconforme

y la casa

¡Oh la casa!

Está contraída de ausencia,

de temor a los rapaces ojos.

 

La carreta parte cuando los cirios se derritieron.

 

Lento, lento, clima taciturno

aroma de flores arrancadas,

solo pesa el abandono.

 

Está cavado el rectángulo de la tierra,

boca de sepulcro abierta

y las poleas no se detienen,

tampoco la lúgubre multitud de los rectángulos habidos,

que delimitan los ecos de los sollozos.

 

El cajón tocó la base del abismo,

cenit diurno, cenit de las cabezas,

puñados de polvo, flores, todo está escrito.

 

El hombre queda oculto,

en la tierra: son los años, son olvido,

es la esencia de su voz, su vida, su obra.