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Desandé raudo el sendero que ya me era familiar, y mucho antes de lo que esperaba salí a la llanura, en donde me esperaban don Atanasio y don Dante. Por toda explicación les dije:
– Vamos, que no hay tiempo que perder. –y monté mi caballo que, feliz de volver a la querencia, arriesgó un trotecito que pronto se convirtió en galope, acuciado por mis talones y la rienda libre. Menos mal que él sabía para donde iba, porque pronto ganamos la delantera y nos distanciamos de los otros dos.
El lector podrá inferir de mi actitud que yo estaba imbuído de coraje, y presto a cumplir con mi misión. Esto no es cierto. Yo participaba de todo este asunto como se participa de un juego; no creía seriamente lo que me había acabado de decir la vieja, pero tampoco me detuve en ningún momento a preguntarme por qué tenía que seguirle la corriente.
En realidad no había necesidad de salir corriendo como lo hice; sólo me había apurado de esa forma porque de lo contrario hubiera tenido que detenerme a contarles a los dos viejos todo lo que había hablado con la Graya en el monte, y esto es algo que superaba mis fuerzas. Es cierto que me sentía como un paladín galopando con mis armas bajo la luna, pero en ningún momento creí que de verdad iba a enfrentarme con un monstruo mitológico en la casa. ¿Por qué les seguí el juego? Probablemente porque eso es lo que ellos esperaban de mí, y no quise cometer la descortesía de defraudarlos. O tal vez porque en el fondo me estaba divirtiendo al asumir el rol de caballero andante. O, con más seguridad, porque enfrentar la inercia de todo lo que estaba ocurriendo esa noche y tomar algunas decisiones propias requería un esfuerzo de voluntad que yo no estaba en condiciones de producir.
Lo cierto es que, al cabo de unos pocos minutos, llegué al galope a la casa en donde me esperaban las mujeres, los tullidos e Isidro. El caballo, acostumbrado, se sofrenó justo frente a la puerta. Desmonté, tiré las riendas sobre un palo cruzado como les había visto hacer a los otros, y con aire de quien tiene todo controlado les dije que se quedaran afuera, que yo tenía que entrar solo en la casa.
Tuve que volver a salir, porque en la oscuridad no veía nada, y tenía que ponerme las botas de piel, y desenvainar ese cuchillo terrible que en un descuido me cortaba un dedo. Me calcé en el brazo izquierdo el espejo como si fuera un escudo, y, ahora con más dignidad, volví a entrar.
Aunque parezca mentira, en el reflejo se podía ver todo el interior de la casa con bastante claridad, a pesar de que reinaba una oscuridad total. Comencé recorriendo la planta baja, mirando bajo los muebles y en los rincones como quien busca una rata. No tenía ni idea de lo que tenía que hacer. Finalmente, cuando estuve más o menos satisfecho, me dirigí a las escaleras para ir a revisar los dormitorios. Cuando estaba a punto de subir, el espejo, mal sostenido, se me torció del brazo, y quedó enfocando un pasillo que iba a los fondos.
Nada me hubiera preparado para lo que vi en ese momento. Un animal extrañísimo, de unos veinte centímetros de alto, caminaba despreocupado sobre sus dos patas, como un pollo. Su cuerpo era como un cuerno de vaca con la punta para abajo, y en la extremidad más ancha, en lo que sería la cabeza, tenía como un volado o una cresta que lo envolvía. Aunque lo natural hubiera sido salir corriendo, me quedé estupefacto mirando a través del espejo cómo se alejaba. Este era el basilisco del que todos hablaban –¡Así que era cierto!–.
Antes que se me escapara, me puse a seguirlo, y tal vez hice algún ruido porque el bicho se volvió a mirar. Al hacerlo pude ver que, efectivamente, tenía un sólo ojo, pero muy grande, más grande que el ojo de vidrio que había encontrado en el monte, y lo movía horriblemente dentro de su órbita.
En ese momento sentí una oleada de miedo, o repugnancia. Aunque aún no creía que me pudiera dañar con la vista, no estaba dispuesto a acercarme tanto como para ponerme a su alcance, porque una alimaña como esa bien podría ser venenosa. Me quedé muy quieto, para que no me notara, y finalmente el animal, tras examinar durante un rato la oscuridad, prosiguió su interrumpido viaje hacia el fondo.
Recién entonces comencé a considerar la posibilidad de que las historias que me habían contado esa noche fueran ciertas. En ese momento sentí una náusea, y tomé conciencia de golpe de que, en la oscuridad de una casa desconocida, un monstruo sobrenatural me acechaba, y yo, que no estaba preparado para hacerlo, debía matarlo. –¡y tal vez los nubarrones, en cualquier momento, se abrieran, y la luz de la luna iluminara el interior de la casa!–.
Por unos segundos el pánico me tuvo absolutamente inmóvil, hasta que, con mucho cuidado, muy lentamente, moví el espejo para verlo. Sentí la sangre agolparse en mis mejillas, y latir fuertemente las sienes al comprobar que el endriago me estaba escrutando con su ojo único, a un metro escaso de mis pies.
El brazo derecho se levantó involuntariamente, y el cuchillo que llevaba en la mano saltó de mis flojos dedos por su propio esfuerzo. En el mágico espejo pude ver, como la imagen de un sueño, cómo el monstruo era dividido en dos y las secciones rodaban por el suelo. Y así me quedé durante varios minutos, babeando con la boca abierta, mientras miraba el reflejo de la sangre de la bestia derramarse por el suelo.
Aún en trance, desprendí de mi cinturón la bolsita de piel que me había dado doña Graya, y sin tocarlos, como me había indicado, junté los pedazos y recogí lo que pude de la sangre.
Me senté en piso, y respiré hondo varias veces, para no desmayarme. Cuando me sentí mejor, recogí el cuchillo con cautela y salí a la puerta.
..............
A la mañana siguiente, buscamos en el sótano de la casa la entrada a la presunta cueva –allí estaban, entre papeles y objetos de cuero y de metal, el magnífico telescopio y las cartas celestes–. Cuando ya nos dábamos por vencidos, Isidro removió unos ladrillos de una pared y descubrió una bóveda que habia estado sellada.
En su interior encontramos, sobre una mesa, morteros, retortas, y un gran crisol, junto con pilas de polvo verde que luego identificamos como óxido de cobre, pues todavía se conservaban algunos restos herrumbrados de láminas de este metal.
En un anaquel se deshacían algunos libros. El ejemplar del Schedula Diversarum Artium, del monje Teophilus, se lo llevé a doña Graya, con las cosas que me había prestado. A los demás los quemamos.
No pregunté de dónde sacaron tanta agua bendita, pero se hirvió en una olla militar, y se regó con ella las paredes y el piso. Una vez limpia, la bóveda fue habilitada por don Atanasio como cuarto de trabajo, que el tiempo se encargaría de atestar de trastos como al resto del sótano.
El abuelo y Tadeo se fueron recuperando espontáneamente. El jueves a la noche pudimos jugar un pica-pica, y con Rosaura y don Romero le ganamos al viejo y a los dos hijos.
Antes de volver a Buenos Aires, me volví al monte a despedirme de la vieja Graya. Tomamos mate y hablamos de cualquier cosa, pero yo sabía que la vieja era poseedora de una sabiduría que se negaba a compartir, y que en su retiro en la soledad del monte, abarcaba tal vez al Universo.
Cuando volvía por la picada –que de punta a punta no tenía más de doscientos metros– me pregunté cómo sabría tanto del pasado de Las Coloradas. Rechacé la tentación de pensar que la hubiera conocido de primera mano.
Cuando emprendimos con Isidro la vuelta a Buenos Aires me costó desprenderme de esa familia que tal vez no volvería a ver. En el viaje de vuelta hablamos poco, y de otra cosa.
Y, en todos estos años en que somos compañeros de trabajo, no volvimos a tocar el tema.
F I N
Rafael
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