Tenía una belleza casi letal.
Sus ojos eran un hipnótico espejo
donde se perdían más almas que en el tártaro.
Sus manos podían ser las de una serpiente…
nunca sabias donde envolvería y apretaría.
El andar de sus caderas,
parecía que iban en compas con la melodía de un violín encantado.
Dejaba sin aliento a cualquier santo.
¡Malditas curvas aquellas!
Cuando hablaba…
¡Oh cielos santos!
Éramos como marineros atraídos al canto de una sirena.
No nos importaba ser condenados,
jamás lo hizo.
Nuestro único objetivo era recibir
un poco del cáliz que nos ofrecía.
Y cuando no lo vimos llegar,
nuestro corazón fue devorado.