Érase una vez un hombre que vivía en una pequeña casa de campo, tan pequeña que las moscas no podían desplegar las alas en su interior. La casita estaba ubicada a mitad de camino entre la cumbre y la falda de una montaña, aproximadamente medio kilómetro por encima de un pueblecito de 200 habitantes. Para que se hagan una idea, si han visto Heydi, algo muy similar al hogar del abuelo de la niña de los mofletes colorados, aunque no tan verde, pues era una zona de secano. Este hombre tenía por costumbre salir todas las mañanas a orinar en el tronco de un almendro centenario que había enfrente de la casa. El motivo de este hábito no era otro que el de regar el árbol, aparte de regarlo, lo abonaba y ya de paso se ahorraba el agua de la cisterna del retrete. Así mataba tres pájaros de un tiro. Estaba muy concienciado con el hecho de no gastar agua, en realidad no gastaba más que lo necesario, hasta el punto de que ni para gastar bromas solía derrochar, no por una cuestión de avaricia, sino por su compromiso con la preservación de los recursos medioambientales. Pues bien, una fría mañana de enero salío a miccionar en el tronco del almendro, del que ya despuntaban las primeras flores. Se apresuró a salir, pues esa noche, debido a la pereza que le daba salir con la helada que estaba cayendo, se aguantó hasta que la vejiga estuvo a punto de estallarle. Cuando por fin se abrió la bragueta, sacó su miembro viril y el humeante líquido amarillento chorreó en cascada, exhaló un suspiro de alivio que hizo estremecerse al propio almendro. Era la mañana brumosa y se quedó mirando la cumbre nevada (que parecía un tenebroso fantasma camuflado en la niebla) cuando, de repente, llegó a sus oídos un ahogado grito femenino que lo sobresaltó de tal manera, que interrumpió la salida del pis. Desconcertado, miró en derredor frenéticamente hasta que fijó su mirada en una forma indefinida que había frente a él. Entornó más los ojos para poder distinguir mejor entre la niebla y comprobó que se trababa de la señora Angustias, una solterona de mediana edad vecina del pueblo.
- ¡Pero será desvergonzado!- mascuyó ella, que se había quedado petrificada, con las manos en la cara y los dedos entreabiertos, a través de los cuales se podían distinguir sus pupilas brillar.
- ¿Desvergonzado por qué, buena mujer? - interrogó él, que en ese momento había terminado de mear y se estaba sacudiendo el ciruelo.
- A quien se le ocurre ponerse a orinar aquí. ¿No ve usted que puede pasar cualquiera y verle?
- Señora, aunque este terreno no esté vallado, porque a mí no me gusta poner vallas al campo, sabe usted de sobra que es mío, quiero decir que yo pertenezco a él. A mí no me importa que usted pasee por acá, pero tendrá que entender que yo aquí puedo mear cada vez que me venga en gana, estaría bueno. Además, le advierto que en verano suelo andar por aquí como mi madre me trajo al mundo.
- ¿ah sí? pues es la última vez que paso por aquí, de eso puede estar seguro- alegaba ella, aparentemente escandalizada, mientras los ojos le refulgían entre sus dedos. -Y que quede claro que solo se la he visto de refilón, y no es gran cosa, yo imaginaba algo más voluminoso.
- ¿A qué se refiere? Oiga señora, eso es algo que a usted no le concierne. Además, su tamaño natural es mayor, lo que ocurre es que encoge con el frío, ¿o no lo sabía?
- ¿Qué voy a saber yo. Por quién me toma, acaso no sabe usted que nunca me he casado, que soy más casta que la nieve esa?- replicó ella, apartando la mano de la cara para señalar la cumbre nevada.
- Pues no sabe bien lo que se ha perdido. En fin, la dejo que tengo cosas que hacer, y la próxima vez que se extravíe por aquí, al menos ande con paso firme, que es usted más sigilosa que los reptiles-. Zanjó él antes de retirarse a su casa.