La primigenia y tenue candileja
que alumbrara los rayos de la aurora,
que crece a cada instante y no se aleja,
añora el tiempo aquél y lo mejora.
Me quema, me requema, me va abrasando y dora
el inmutable amor,
propósito del viento, -no la queja-,
que aumenta y nutre su calor
sobre mi corazón: famélico, indefenso,
como una catedral de sólida argamasa
que acude el rayo tenso,
se asoma a la vidriera y la traspasa
sin sufrir menoscabo del incienso,
irradia su color, fuego que arrasa.
Mírame ardiendo, solitario y frío;
mírame, esposa, mírame
como una luz tornasolada,
como un soldado lúgubre y sombrío
que despiadado grita: ¡tírame
hacia tu lado izquierdo, del corazón, amada!;
constrúyeme un refugio que atesore la llama
y allí quedemos juntos,
terrenales..., presuntos
acólitos del tiempo en nuestra cama.
Que allí, difuminada, allí
forjaré tu sonrisa sobre granos de escarcha,
pasarán las mareas a rondar nuestra casa,
en velas de organdí
atraparé los vientos que acompañen la marcha:
crepúsculos sangrientos,
propagarán la brasa
como una luminaria,
¡celoso enamorado!,
como un reloj de púrpura incendiaria,
donde los dos seamos un solo ser amado…,
indómitos, sedientos.
Gonzaleja