kavanarudén

Nostalgia andina

 

Caminaba por el casco viejo del pueblo donde habito, Oliva. En uno de sus callejones me llegó un olor a leña que arde. Aquel aroma me trajo un agradable recuerdo. Ralenticé mis pasos mientras mi mente volaba hacia años remotos.

Una cocina con sus cacharros, una mesa amplia, pan abundante, una sopa humeante, un pollo guisado, agua fresca en abundancia que procedía de la tinaja. Nunca faltaba el precioso líquido en ella.

Hacía frío fuera, como suele suceder en los Andes, pero en casa siempre una temperatura agradable, pues no faltaba nunca la leña. Calor de familia, calor de hogar.

Yo sentado tranquilito en una esquina la observaba. Para mí hermosa, casi una diosa. Sus bucles perfectos en aquella cabellera blanca. Su tez con muchas arrugas que se multiplicaban cuando sonreía, que era siempre. Unos ojos azules intensos, reflejo de sus antepasados españoles. Su falda amplia que se movía al mínimo movimiento. Su voz sonora, cantarina típica de los andinos. En ocasiones cantaba canciones que hablaban de amores prohibidos, imposibles; de parajes desconocidos; de nostalgia y brisas del Torbes. La puerta de su casa sin cerrar, siempre abierta (sin pasar el seguro). Todos sabían que en casa de doña Magdalena Duque, había siempre un plato caliente en la mesa, su cordialidad y bienvenida. Recuerdo que cuando calculaba la comida siempre ponía de más y decía “para la benditas ánimas que lo necesiten”.

Me hablaba y daba consejos. Siempre me nominó por mi diminutivo. De ella aprendí la generosidad, la solidaridad, la amabilidad, la cordialidad, en una palabra, la bondad. Bondad para mí, se encarnaba en la figura de mi abuela.

Los días que pasábamos con ella de vacaciones, se pasaban volando. Recorríamos más de dos mil kilómetros para llegar a donde vivía. Atravesábamos todo el país para llegar allí, pero aquellos viajes los guardo como un tesoros preciado en mi mente y en mi corazón. Sobre todo su figura. Todo lo que ella conlleva. Mujer andina luchadora. Levantó siete hijos prácticamente sola. Su marido, mi abuelo, pasaba más tiempo fuera de casa que en ella. Tenía un alambique y producía licor, una actividad ilegal. Atravesaba la frontera y vendía su producción en la hermana república de Colombia.

Un simple aroma puede despertar la memoria afectiva. Esa preciosa memoria que activa nuestros afectos más íntimos.

Continué mi andar no sin antes sentir fuerte la nostalgia. Los años pasan como arena entre mis dedos. Orgulloso me siento de lo que soy y de todas esas personas que formaron parte de mi vida y que me enseñaron. Algunos con su sola presencia, sin decir palabra alguna. En los momentos duros suelo elevar una oración a Magdalena, pedirle su ayuda pues sé que, donde esté, por mi vela.