Episodio 1 : https://www.poemas-del-alma.com/blog/mostrar-poema-484096
La vida siguió transcurriendo como siempre, el tiempo de la nieve y el tiempo del calor sucediéndose mutuamente, los cazadores siguieron persiguiendo las manadas en sus tiempos correspondientes durante muchas temporadas, y el resto del año atrapando presas chicas como ratones o conejos o ardillas, que siempre había, salvo en los días más crudos de la nieve.
Esta mañana ocurrió justamente en uno de esos días. Lanzador-De-Hachas había salido muy temprano, sólo, a buscar algún animalito que cazar, algún conejo blanco de los que andan entre la nieve. No era mucho, pero la comida escaseaba y cualquier cosa vendría bien para complementar las nueces y las raíces.
Había capturado dos ratones y un conejo, y le seguía la pista a un conejo macho enorme, blanco y de ojos rojos, con unas largas orejas rosadas, que había corrido en zigzag y lo había dejado en ridículo masticando nieve en el suelo.
Fue entonces cuando, a lo lejos, divisó un animal enorme que nunca había visto antes. Era menor que un mamut, pero mucho más grande que un ciervo. Tenía el cuerpo cubierto de un vello lanudo que le caía sobre los flancos moviéndose al socaire, del color de la nieve sucia.
Se lo podía haber tomado por un mamut pequeño, de no ser por su estupenda testa coronada por dos cuernos enormes, más largos y más grandes que los de un ciervo, pero muy distintos, eran cuernos como palas, como los huesos que los ciervos y los otros animales grandes tienen en la espalda. Este era un ciervo enorme con cuerpo de mamut que tenía una espalda sobre la cabeza.
Tardó poco en descubrir su característica más asombrosa: la bestia andaba sola. Miró agazapado alrededor, y no pudo descubrir ni huellas ni rastros de manada alguna.
Este debía ser, muy probablemente, el Animal-Que-No-Muere. Y si no lo fuera, de todos modos sería una presa excelente que les facilitaría muchos días y días de vida a la tribu.
Miró sus flechas: no tenía muchas, pues no se había preparado para una pieza tan grande. Tenía su hacha, que siempre lo podría ayudar, pero de haberlo sabido habría traído algunas lanzas, de las grandes, de ésas cuyas puntas habían afilado y endurecido al fuego.
Además los animales de este tamaño debían ser cazados preferentemente en grupo, incluso a costa de que algún hombre muriera o saliese gravemente lastimado. Pero no había forma de volver al campamento a buscar a los demás sin perder el rastro con esta nevada. Perder esta presa significaba que unos cuantos morirían esta noche y mañana. Y él era Lanzador-De-Hachas, nunca había perdido una pieza, y esta vez no sería la primera.
Se desplazó lentamente de lado hasta ponerse a favor del viento, para que el animal no notara su presencia hasta que fuera demasiado tarde para él. La nieve y la ventisca lo ayudaron a ocultarse.
Cuando su posición fue la correcta, preparó su lanzador de flechas. Se incorporó de golpe con el lanzador y la flecha en su mano derecha, y lanzó su primer tiro, que fue a hundirse profundamente en el flanco izquierdo de la bestia.
Era el momento de huir, pues el monstruo, lanzando un fuerte mugido, giró sobre sus pezuñas y comenzó a galopar hacia Lanzador-De-Hachas.
Con un rápido zigzag, que imitaba al conejo que hacía unos momentos se le había escapado, logró ponerse a salvo del embate. La fiera manaba abundante sangre por la herida que se le había infligido, y se hallaba momentáneamente confundida al ver desaparecer a su atacante entre la nieve y la ventisca.
Lanzador-De-Hachas tenía la sabiduría del cazador de acecho. Sabía que debía esperar hasta que el frío y la pérdida de sangre debilitaran al animal, antes de volver a atacarlo.
La nieve se había acumulado sobre él, ocultándolo convenientemente, y esto era bueno, pero no lo era tanto el intenso frío que comenzaba a entumecerle los pies y las manos con un dolor agudo.
El animal se había ido acercando, al azar, y se hallaba a un tiro de flecha mientras se entretenía ramoneando la corteza de un árbol caído. Tal vez hubiera sido conveniente esperar un poco más, pero la oportunidad de volver a ensaetarlo, y sobre todo la de abandonar su refugio de hielo, lo decidieron a volver a acometer. Como la primera vez, preparó con cautela el lanzador de flechas, y cuando estuvo listo se alzó de un salto sobre sus piernas y le arrojó un segundo dardo, que fue a enterrarse en las ancas del animal, mientras él se dirigía a la carrera hacia un árbol en el cual se treparía rápidamente.
Mientras intentaba acomodarse sobre una de sus ramas, sintió que el árbol entero se estremecía desde sus raíces, y poco faltó para que se cayera. La bestia lo había perseguido y estaba embistiendo el tronco donde él se encontraba, con la intención de derribarlo. Se sostuvo vigorosamente, con ambos brazos y ambas piernas, de una gruesa rama lateral de la que acababan de desprenderse varios carámbanos de hielo.
El monstruo se alejó un poco para tomar carrera, y volvió a embestir el árbol. Pero esta vez Lanzador-De-Hachas estaba preparado, y sólo se balanceó, junto con la rama, durante un rato.
La bestia lo miró directamente a la cara con sus grandes ojos negros, lanzó un bufido estentóreo y se dispuso a pastorear alrededor del árbol. Evidentemente sabía que Lanzador-De-Hachas tarde o temprano tendría que bajar, y había decidido esperarlo. La tarde sería larga.
La abundante sangre que manaba de la herida del costado se había derramado y se coagulaba sobre un vasto sector de su cuero velludo, y al gotear lentamente de las lanas inferiores, teñía la nieve de rojo antes de congelarse. Pero lo que sorprendió a Lanzador-De-Hachas fue que, a pesar de tener un dardo profundamente hundido en el anca, el animal no mostraba ninguna molestia al caminar.
La tormenta arreciaba, y la nieve volvía a amontonarse sobre Lanzador-De-Hachas, fuertemente sostenido con las manos y las piernas del macizo vástago.
Era un duelo de resistencia. El animal se debilitaría al cabo de unas horas por la pérdida de sangre, y sería muy fácil de matar, pero Lanzador-De-Hachas también se estaba debilitando por el frío y el hambre, y no podría resistir mucho tiempo hasta que, rendido, cayera del árbol directamente a las fauces de la bestia. Lanzador-De-Hachas decidió esperar. Más tarde o más temprano la bestia se olvidaría de él y se iría.
Sólo había que intentar pensar en otra cosa. Se ocupó observando cómo la nieve se acumulaba sobre una rama cercana. La nieve era una cosa rara, cuando caía era como la lluvia, solo que golpeaba fuertemente sobre el rostro cuando un viento recio la arrastraba, pero la nieve no era un fluido, se acumulaba sobre las cosas y las tapaba, pero cuando el calor del sol o del fuego la derretía, se transformaba en agua, y ya sabemos que el agua es vida, pero la nieve, acumulándose sobre tu cuerpo, te va sacando la vida de a poco, copo a copo, cada copo que cae sobre vos es un poquito menos de vida que te queda, y así te vas muriendo, poco a poco, copo a copo, poco a poco...
(Concluirá)