Le llamaba su rosa.
Era suya, sólo suya.
Lo eran
su rocío;
su presencia inmersa
en la implosión de su perfume
al desabotonar
de un murmullo.
No le tuvo noches cerradas.
Suya al Sol
de madrugadas
o a la estrella vespertina,
sin escatimar
ni el aroma, ni la espina.
Era suya, sólo suya.
Suya la rosa y el rocío.
Suyo el perfume
y el murmullo aventajado
sobre las horas
del placer que se presume.
De la rosa suya
premeditada y cautelosa,
su voz tímida
le era pasión
complaciente y voluptuosa.
Ella era rosa
en el inicio;
en el cenit de su pistilo fortuito
mas para él,
un blanco cerezo
cumplía la fantasía
y el sopor obseso
era reemplazable
por el verdadero beso.
Es la rosa.
Rosa
salmón y nácar;
la misma, la suya
ser la nada
siéndolo todo.
Él...hoy,
luce amante del cerezo,
del ideal y de la duda.
Olvidó acaso
el tacto de su alma
al rocío;
al perfume, al murmullo;
a la tímida voz
de la pasión
en el cenit
de su pistilo fortuito
por buscar el son
del blanco cerezo,
una luna en el rostro
o el sopor obseso...
Olvidó el polen del amor,
del deseo y del botón abierto
de esa rosa,
la rosa suya
que se abandona
a su ausencia
y se va cerrando
de pronto a la guarda
de quien no busque más
ni en aquel cerezo ni en ninguno ya,
su mirada de nostalgia;
su beso de verdad;
su pétalo aterciopelado
y la gota cristalina
que convoca su humedad.
Yamel Murillo
Presunciones de un olvido
Caleidoscopio©
D.R. 2015