Cuando el horizonte triste permite escapar su
última lágrima dorada, el océano rutila con timidez ingenua;
y cuando fenece la luz y el ocaso reina, la orquesta del mar
gana una pequeña audiencia.
La luna voluptuosa seduce al firmamento con su
luz débil y sensual. La arena, ya plateada, arrastra orgullosa
sus rociados dijes y las oscuras olas empapan sus lejanas dunas.
En una armonía etérea producen eternas notas indelebles al
corazón de la pusilánime tierra humana.
¡Bendecidos los ojos que presencien magnífica sinfonía! ¡Y
bienaventurados los que en cuerpo sientan la natura! Porque
para el hombre se organiza la música natural y para llenar
sus musas tocan con abnegada compasión.
Allí, en un baile empíreo y satisfactorio,
las olas vuelven y van con melancólico denuedo.
Ansían ser permanentes en el suelo de las desnudas estrellas
mas, como un joven recuerdo, caen en el olvido.
Así soy yo, que gentil bendicen mis corrientes
los pies de aquellos que vienen a descansar;
y en un instante, con la frente en alto, niegan mis melodías
y mis olas olvidadas vuelven vacías al mar.