A pesar de que el invierno acababa de comenzar, el domingo había amanecido soleado y de una temperatura agradable, y era el primer domingo no lluvioso de un junio por demás desapacible, lo que provocó que, siendo las once, un número creciente de vecinos nos renováramos en la cola de la carnicería tratando de conseguir una tirita de asado, una tapa de nalga, algunos chorizos, cualquier cosa que se pueda tirar en la parrilla para aprovechar este día que tal vez no se repitiera hasta la primavera.
- Che, decime, -dijo un parroquiano- ¿eso que tenés ahí es un conejo viejo o un chivito chico?
- No, lo que parece chivito es conejo. El chivito es ése que está colgado ahí que parece perro.
- Bueno, los chinos comen perro, no...
- Mirá, hablando en serio, en la época en que pusieron el primer restaurante chino, en Alsina y Entre Rios, yo trabajaba en Congreso, y un par de veces fui a comer. Yo de cortes entiendo un poco, a mí no me van a engrupir, y yo te garanto que la carne que servían era de perro. Y el pollo, era paloma.
- Me estás jodiendo...
- Te estoy diciendo que yo trabajaba enfrente de la Plaza Congreso. ¡Si me habré cansado de ver chinos con gomera!
Desde hacía exactamente tres meses recrudecían en los comercios del barrio este tipo de comentarios racistas y descalificadores hacia todo lo que tenga que ver con lo oriental. Y puedo dar la fecha exacta, porque hacía exactamente tres meses que la familia Li había abierto un supermercado a una cuadra escasa de la carnicería, justo a la vuelta de mi casa, lo que los comerciantes consideraban una invasión a su privacidad.
Yo fui uno de los primeros clientes del supermercado chino. Soy de los que piensan que hay que fomentar al comercio local, porque un centro comercial levanta al barrio, porque siempre es bueno que el comerciante del barrio te conozca, y porque conviene tener los proveedores cerca a la hora de hacer los mandados, sobre todo de noche. Por eso trato de comprarle un poco a cada uno, hasta a los que compiten entre sí, y no hice una excepción con los chinos, que terminaron siendo gente muy simpática y honesta, y aunque no puedo decir que haya establecido con ellos una amistad, me honra que me saluden por mi nombre, y hasta un par de veces he tenido en brazos a la hijita, Mica, que es una hermosura.
Además, si hay una conducta humana que desprecio profundamente y me desagrada es el racismo. Yo creo que en todos lados se cuecen habas y que a cualquiera que se pinche le sale la misma sangre. Ni siquiera he caído en lo que a veces se da en llamar discriminación negativa o inversa, que consiste en considerar al que fue discriminado como superior.
Sin embargo, debo reconocer que ante ciertas tradiciones judías, y lo mismo me ha pasado con algunas costumbres de amigos aborígenes, siento una profunda reverencia y un gran respeto, y hasta un poquito de envidia. Esto lo dice alguien cuyas principales tradiciones son comer asado para navidad, y que el marido duerma del lado derecho de la cama, aunque de esto último no tengo idea de su origen ni de su significado.
En cambio, los judíos... ellos tienen una vida casi regida por las tradiciones. Me acuerdo siempre cuando fui al Bar Mitzvá de un amigo de la secundaria. Yo supe ese día que mi amigo estaba verificando una costumbre que había heredado de sus padres, y éste de los suyos, y así se podía remontar quinientas generaciones hasta el mismo tipo que inventó la tradición, que la fundó, y ese tipo era un antepasado de mi amigo, era uno de su familia.
De vez en cuando, casi todos los meses, nos juntamos con algunos amigotes para ir a pescar a la casa que uno de ellos tiene en una isla en San Pedro. Una de esas veces, era un sábado al mediodía, estábamos por almorzar, yo serví dos vasos de vino y convidé a un amigo salteño, de orgulloso origen aymará, “que habla con gracia especial el quechua”, como se decía de Tupac Amaru. Antes de beber, aparentando que había una basurita en el vaso, mi amigo tiró un poco de vino al suelo. Yo no ignoraba que estaba cumpliendo un rito ancestral, le daba de beber a la Pachamama, “primero bebe la tierra”. Se lo hice saber, y compartí el ritual. Mi amigo me agradeció el respeto, y agregó:
- Y brindo también por el Dios de tus antepasados...
El año anterior yo había tenido el privilegio de aportar una gota de mi sangre a un proyecto científico internacional que investigaba las migraciones humanas a través del estudio del ADN mitocondrial. Como resultado del estudio, pude comprobar, con alguna desilusión, que no corre por mis venas una sola gota de sangre americana. Mis mayores provienen del sur de Italia, del Peloponeso, y más anteriormente del norte de Africa, del Alto y Bajo Egipto, en la parte “histórica” de la migración familiar. Por eso, cuando mi amigo se refirió al Dios de mis antepasados, yo naturalmente pensé en el panteón sincrético romano, en Júpiter, en Zeus y en Ra. Esa fue la razón de que me sorprendiera el final de la frase
- ... porque el vino es también la Sangre de Cristo.
Le dije, con un poco de vergüenza, que Cristo no es el Dios de mis antepasados. El cristianismo fue una secta judía que posteriormente se extendió por el mundo, generalmente por la fuerza. Mis dioses ancestrales fueron olvidados, intencionadamente extirpados de la memoria de mi familia. El cristianismo es una religión de conversos.
El resto del almuerzo, y durante toda la sobremesa, charlamos sobre este tema. En América también se perdieron muchas tradiciones aborígenes, o fueron disfrazadas para que la Iglesia las aceptara, en una suerte de “imperialismo religioso” que borró costumbres ancestrales muchas veces milenarias para reemplazarlas por otras mitologías que ni siquiera eran las creencias atávicas del pueblo conquistador, porque los conquistadores eran europeos, y todos los europeos y sus descendientes son un pueblo sin orígenes, son -somos- lo que ese día dimos en llamar “anorígenes” en oposición a los aborígenes que conquistaron y en muchos casos extinguieron.
El mundo que desciende de los europeos, lo que se conoce como “civilización occidental”, hasta cierto punto la cultura dominante actual, es un pueblo huérfano, al que le robaron sus orígenes. Es un pueblo anorigen. Somos como hijos de desaparecidos, pero sin las Abuelas. Perdimos nuestros ritos familiares, nos robaron nuestras costumbres ancestrales, a fuerza de palo y hoguera, durante mil años de oscurantismo.
Yo puedo investigar, y de hecho conozco bastante de la mitología grecorromano-egipcia, pero nunca más voy a poder conocer mis lares familiares, los dioses fundamentales de mis antepasados, los ritos domésticos de mi tribu. Esos se han perdido, y no puedo decir esto sin nostalgia, sin un sentimiento de pérdida, no por la creencia o la cosmología, la religión no es eso; nadie, ni los más recalcitrantes católicos, cree ya que el mundo fue creado en seis días, la religión es otra cosa, es un ritual compartido que nos enlaza por la sangre, son las costumbres familiares en la que reconocemos a nuestros parientes. Es la forma de cocinar el lechón, que yo aprendí de mi viejo y él de mi abuelo y que yo les enseñé a mis hijos, que es nuestra y diferente de cualquier otra, y que si alguna vez conozco a mis parientes italianos, me conmovería reconocer. Es el Bar Mitzvá. Es la Pachamama.
- Vos no conocés a tus antepasados, pero quedate tranquilo que ellos sí te conocen a vos -me consoló mi amigo-. Mirá, te voy a contar, cuando yo vine de Salta, tenía dieciocho años, era un pendejo, era el año setenta y dos. Enseguida me conchabé en una panadería de Saavedra, donde aprendí el oficio, pero yo paraba en lo de unos parientes de mi padrino, en Ituzaingó. Tenía un viaje bárbaro, sobre todo porque cumplía horario de panadero. Tenía que tomar el Pavo, ¿sabés lo que es el Pavo? Es el último colectivo de la noche. Si perdía el Pavo, no tenía otro colectivo hasta las cuatro, y a esa hora ya tenía que estar amasando. En cuanto cobré unos pesos, me compré una Gilera.
«Después de un par de días para acostumbrarme, me largué a viajar en moto. Sabés cuando agarré General Paz... volaba. El primer día nomás que iba motorizado, se me cruza un colectivo casi llegando a Constituyentes. Volé como quince metros y me desparramé en el asfalto. Mirá la cicatriz. Me juntaron de la calle medio con pala y me llevaron al Fernández, donde estuve internado más de tres meses. Estuve cinco días en coma. Nadie daba dos guitas por mí.
«Bueno, mucha gente no se acuerda de lo que le pasó mientras estaba en coma. No es mi caso. Yo te puedo contar que cuando salí del coma yo me acordaba de haber estado con unos indios, te los puedo describir como si los estuviera viendo ahora, algunos de ellos tenían como unas pecheras metálicas, doradas, yo digo que eran de oro. Había uno con unas plumas coloradas en la cabeza. Y claro, en cinco días que pasé con ellos ya me había hecho amigo de unos cuantos. No me preguntés que hacíamos, porque de eso no me acuerdo. Si me apurás te digo que estuvimos truqueando, pero es bolazo. No sé, me hablaban, me contaron cosas, no tengo idea. Pero que estuve con ellos, estuve con ellos. Esas cosas no se olvidan. Eran mis antepasados, que vinieron a cuidarme cuando necesité de ellos. Y si vos, ojalá que nunca, pero si tenés necesidad, quedate tranquilo que tus antepasados van a estar ahí para cuidar de vos.»
Después de la sobremesa, agarré la canoa y me fui a encarnar el espinel. Allá en la isla tenemos instalado un espinel que se mete más de cien metros en el río. Yo tengo la costumbre, a eso de las siete de la tarde, de ir encarnando el espinel de ida, y cuando llego a la punta, amarro la canoa al muerto y me quedo en el medio del Paraná pescando embarcado con caña tres o cuatro horas, hasta que me canso, y entonces me vuelvo por el espinel recogiendo y encarnando otra vez.
Llegué, entonces al medio del río recorriendo el espinel. Se habían enganchado un par de pescaditos, alguna palometa, que me iban a servir para encarnar, pero nada digno de guardar. En la tarea de la recorrida se había puesto el sol, y una luna llena flotaba sobre el horizonte, la “luna d’il cacciatore”, unida a la canoa por un hilo de luz como un cordón de plata que destellaba sobre las aguas negras. Amarré la canoa con un nudo doble corredizo de mi invención, que no puede desatarse, y preparé la caña. Yo preparo un líder de dos metros y medio -el largo de la caña- con una plomada en cada punta y cuatro o cinco anzuelos con línea de alambre por si agarro algún bicho mordedor, y le agrego a cada anzuelo una boyita mojarrera, para que no se entierre en el barro. Engancho ese líder a la línea del rheel, y tiro, despacito, al agua, de manera que quede estirado, y pesco de fondo, bagre, manduvá, patí, algún surubí cuando sale.
Tiré, me enganché la caña, y prendí un cigarrillo. Cuando lo terminé, me sorprendió la oscuridad alrededor. Me di vuelta -en San Pedro el Paraná corre hacia el suroeste- y vi que la luna ya se había puesto. En su lugar observé a Orión, el cazador de cabeza, siempre perseguido por el Escorpión. Cuando me volví a los cielos despoblados del sur, pude recomponer con la imaginación al cazador de pie, blandiendo su arco de estrellas, con su espada nebulosa pendiendo de su cinturón de Tres Marías.
El Paraná puede ser muy oscuro en una noche sin luna, y pude sentir lo que sintió Orión, remando ciego en busca del punto en donde Helio se levanta del Océano, guiado sólo por el sonido del martillo de un cíclope, para recobrar los ojos que le había arrebatado Enopión.
Acaricié las cuadernas de la canoa, y pensé que hay algo en la náutica que obedece a preferencias e inclinaciones casi instintivas, que se llevan en la sangre. No veía la proa, tal era la oscuridad, pero imaginé un mascarón alto y curvado y femenino, como la proa del Argos, y de pronto me sentí rodeado por Jasón y por Heracles, y por Laertes y Cástor y Pólux. El mascarón se curvó hacia adelante, y ya era Eneas el que me acompañaba, y el Paraná era el Adriático. Y las aguas susurraron, y las Nereidas y el mismo Neptuno me saludaban desde sus profundidades, ahora transparentes aunque invisibles.
La campanilla de la caña me sacó de mi ensoñación. Por el tirón era un bicho enorme. Le solté el rheel, por miedo a que en la lucha se arrancara la boca, y lo dejé arrastrar un rato. Poco a poco, con cautela, lo fui recogiendo, con intervalos en los que en la batalla lo dejé alejar. Lo cansé, lo traje a la superficie, y por último lo vencí. Era un manduvá enorme, tan pesado que cuando lo levanté con el bichero casi me tumba la canoa. Yo sabía que ese animal era la pesca del fin de semana.
Seguí pescando muy poco más, porque mi recompensa ya me había sido concedida y no podía esperar nada más de una sola noche. Aunque de regreso, en el espinel se habían enganchado un surubí, dos dorados grandotes, varias bogas y otra pesca menor.
Cuando entré en la casa ya todos dormían. Yo todavía tenía que limpiar los pescados y guardarlos en la heladera antes de meterme en la cama.
Limpiar el pescado es la parte que definitivamente menos me gusta de la pesca. Yo le abro un tajo en la barriga, y tratando de mirar para otro lado, abajo del chorro de la canilla, le saco el triperío con la mano, y recién después lo miro, cuando le saco los restos con el agua.
Pero esa vez, cuando limpiaba el manduvá gigante que había pescado con la caña, apreté una piedra o algo duro que el animal tenía en las tripas, que me llamó mucho la atención. Yo no sé lo que estos bichos comen en el fondo del río, supongo que muchas veces tragarán piedras. En verdad, no es algo que alguna vez haya notado. Pero esto era un cascotón de unos veinte centímetros de largo, no es algo común, así que me dediqué a extraerlo de las vísceras y a limpiarlo para verlo mejor.
Para mi absoluta estupefacción, se trataba de una estatuilla blanca que representaba una mujer con cabeza de caballo. La limpié lo mejor que pude, y luego, ya en Buenos Aires, pude hacer verificar que es de alabastro, de una piedra que no se encuentra por estos pagos, sino que geológicamente sería más adecuado ubicarla alrededor del Mediterráneo. Del manduvá dimos buena cuenta en un almuerzo familiar, y era tan grande que me dobló la parrilla.
Por otro lado, según pude averiguar, la diosa con cabeza de caballo es un motivo recurrente en las excavaciones que revelan las ciudades cartaginesas. Como no es orgánico, no se puede datar su antigüedad con métodos como el Carbono 14, sino que lo usual es compararlo con otras manufacturas y así determinar la cultura que la generó, y tal vez su edad.
No tuve la oportunidad ni el deseo de hacer una investigación más profunda. Hoy estoy persuadido que esta estatuilla, la misma que ahora adorna mi chimenea, me fue devuelta por mis precursores en esa noche de oscuridad mística, y que navegó de una forma que no puedo ni quiero comprender desde el remoto Egeo hasta el fondo del Paraná para que yo pudiera recuperar, aún sin la carga ritual que debería forzosamente acompañarlo, el Lar de mis mayores. No le rindo culto ni la venero, ya esas manifestaciones no forman parte de mi cultura, pero de un modo muy visceral e interno, tengo la inefable convicción de que una parte muy importante de mi constitución y de mi historia troncal, de mi herencia y hasta de mi genética recorren sus flancos voluptuosos que una mano muy parecida a la mía talló en otro tiempo y en otro sitio, tal vez en los orígenes de mi sangre.
F I N
Rafael
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