Dice mi olfato que eres una intrusa
en la lengua de Cervantes y Quevedo,
que llegaste de lejanos nortes
para invadir el territorio ibérico
con tu exótico grafismo y tus fonemas.
No importa; te acepto complacido
y jamás hablaré de tu impostura
mientras viajes en el tren de la amistad,
pues no aspiro a pecar de patriotero,
anacrónico, estrecho y troglodita,
en este mundo ya bien globalizado
por la ciencia, el arte y la tecnología.
Además, soy wagneriano en música
junto a Wolfgang Amadeo Mozart
y otros creadores de raíz germánica,
anglosajona y también escandinava,
porque en ellos encuentra mi cerebro
y mi débil corazón, talento y fuerza,
como nunca en verdad lo imaginara.
Símbolo igualmente del wolframio,
ese metal gris tirando a negro,
utilizado en fabricar los filamentos
de lámparas que son incandescentes.
Igualmente decidieron tu figura
como símbolo eléctrico del wat
y la letra inicial de las walkirias,
mensajeras del Supremo Odín,
que ofrecían amorosas la cerveza
y la fresca hidromiel a los guerreros
que orgullosos morían en batalla.
Wall Street se siente estremecido
si le niegas tu fonema soberano,
aunque veo en tal emporio de riqueza
una cueva de agiotistas y ladrones,
dedicados al azar y otras apuestas,
para gloria y plenitud de los infiernos.
Con Wall, ese duque endemoniado
que le gusta parecerse al dromedario
o a un hombre de furiosos ademanes
y espantosa fisonomía,
conocedor además de los secretos
del pasado, presente y porvenir,
me despido de ti plácidamente
admitiendo tu presencia indiscutible
en el regio corazón del Castellano.