Doscientas cuartillas apalancadas
soportan el paso del tiempo
y nadie pregunta por ellas.
La barba lánguida se entrecruza
con brillantes jornadas de éxito.
Abajo quedaron todos aturdidos, inconexos,
estirándoseles los brazos hasta tapar las rodillas.
En el cerebro se ilumina una luciérnaga
y Peter Pam me raptó valeroso para mostrarme
las nubes.
Las serpientes encadenadas que corroían mis huesos
fueron trasplantadas al álbum o conservadas en
alcohol rebajado con agua.
No escuchaba.
De tanto recoger basura, se me taponaron
los oídos y la música de Beethoven no llegaba
a mis entrañas. Tuve miedo.
Como si hubiese ingerido vino mohoso, de
viñedo maloliente, la tráquea fue asaltada
por magma recién forjado.
Surgió el anacoreta y la tinta formó el río.
Ellos siguen esperando entusiasmados
pero la estrechez de la alcoba y el reloj de
agujas torcidas han ganado la posición y
el gigante negro de pies enormes rueda por el
suelo.
Doscientas cuartillas más se añaden
entusiastas
como si fuese la primera vez,
como si el camino andado,
no significase nada.
No significase nada,
NADA.