Tienes por costumbre llegar a mi vereda
revoloteando como un tirabuzón sin cabeza.
Hago que no te veo,
intento que mis dedos no me delaten,
ni siquiera trago saliva
para que no descifres el granel de miedo
y de impaciencia.
Te observo,
con la mirada perdida al suelo,
como si la tierra pudiera derribar la impotencia de mis manos,
y tú, impasible, constante como un minutero,
me hundes, con la profunda quietud en las pupilas,
como la hiedra glauca vienes a enredarte
en mi primavera deshabitada.
Vienes con la misma fragilidad que osadía,
entras por el mismo balcón
que el viento que otrora me despeinara,
sólo que tus brazos me destemplan,
y yo, de tanto matar mi ingenuidad,
hago que no te quiero,
por eso a veces te maldigo y te lanzo
con la victoriosa mortaja del destierro;
pero luego vuelves más fuerte que un aguacero.