“La maravilla es lo que tienen ahora, no lo que recordarán más tarde, entre la neblina de la mente llorosa”.
Bastó una tarde
de embriaguez con la poesía
para ir dejando de pensarla
con tristeza
y de sentirla con dolor
y de sufrirla con la herida
que sangraba entre los surcos
de los versos que corrían
por las blancas hojas del papel,
sembradas con amargas lágrimas,
rimas, dolor y lejanías.
Y fue dejando de vivir
su vida a medias,
cuando ignoraba esa alegría
que el vivir en paz exige,
la misma que a la paz la vuelve vida.
Y fue dejando de anhelarla por distante,
y por presente en sus mañanas de diciembre
y por ausente en sus crepúsculos de mayo,
y de quererla sujetar
entre la niebla de sus tardes
y los desvelos de sus noches.
Reconquistó del corazón el paso firme
de sus latidos, sobresaltos y pasiones
y del furioso vendaval de frustraciones
que destrozaban en su mente la armonía.
Y fue dejando de beber como un adicto
el trago amargo del veneno rencoroso,
de ese mismo que provoca despiadado
que las almas alienadas se entumezcan
con inviernos que despiertan a la ausencia
cuando no se tiene a quien se quiere
llenando nuestros brazos,
ocupando nuestro espacio
y malgastando el sentimiento.
Será que ya de a poco ha recobrado
en un jardín soleado de su mente
alguna flor que luce intacta y tan perenne
y que cultiva para quererla
como
siempre
debió
quererla.
Será también que con su duelo
y con exequias del amor enamorado
en un rincón del corazón ha cancelado
el amarla
como nunca
debió
haberla amado.