La historia que voy a relatar ocurrió durante la noche del viernes 28 de abril de 1989. Ese día, junto con un grupo de amigos, habíamos decidido reunirnos para pasar el fin de semana largo en una quinta de Cañuelas, propiedad de la tía de uno de ellos. El plan era encontrarnos a eso de las seis de la tarde, después del trabajo, en San Justo, en la casa de uno de mis amigos, e ir juntos a la quinta, que quedaba en un lugar algo inaccesible y difícil de encontrar.
Pero, precisamente ese día, la fatalidad hizo que una falla de caja me demorara en el Banco hasta muy tarde. Telefoneé a mis amigos, y me dieron una serie de indicaciones muy precisas para que pudiera llegar.
Recién a las doce de la noche estaba tomando la Ruta 3 con destino a Cañuelas. En esa época tenía un automóvil Fiat 128, muy rápido pero muy nervioso, que tenía un defecto de balanceo en la rueda delantera izquierda.
En algún punto me perdí, doblé donde no tenía que doblar o viceversa, y el caso es que muy pronto me encontraba en una ruta oscura cuyo nombre desconocía, con altos pastizales a ambos lados, en medio de una llovizna y una niebla que hacía imposible la visión más allá de los ochenta o noventa metros.
Al cabo de un rato, adelante mío, la ruta hacía una curva y contracurva bastante cerradas, no señalizadas, que tomé como pude, a la velocidad que venía, pero pisé la banquina y perdí momentáneamente el control del auto.
Me metí por un momento en una zanja, llovió profusamente sobre el parabrisas una porción de barro y agua, sentí que el coche saltaba como en las películas, y fui a caer con gran estrépito, otra vez sobre la ruta, con el motor parado.
Bajé con mi linternita y miré abajo del auto, esperando encontrar tal vez la mecánica desparramada sobre el suelo, o las ruedas dobladas para afuera, pero milagrosamente el coche se veía entero y normal.
Con un poco más de confianza, volví a subir y traté de ponerlo en marcha, sin éxito. Tarde comprendí que, probablemente, se habría mojado la bobina o algo así, porque la desesperación me hizo agotar la batería, en el medio de la nada y bajo la lluvia.
En esa situación, me fui dando cuenta que, siendo a la sazón la una de la mañana, me esperaban unas ocho horas de pernocte en el auto hasta que, con un poco de suerte, pueda conseguir ayuda.
Pero, al cabo de un ratito, pude ver a lo lejos la figura de un hombre a caballo. Cuando me vio, se detuvo, como dudando sobre si actuar o no, y finalmente se acercó al trote.
Bajé rápidamente del coche, le pedí ayuda. Le conté lo que había pasado, ya el hombre, en realidad un muchacho de unos veintipico o treinta años, abría el capot y me daba indicaciones: “ponelo en marcha”, “acelera, acelera”, “paralo”. Ya estábamos ambos en el motor, engrasándonos. Ante una puteada mía en italiano –todavía, en esa época, yo imitaba a mi padre cuando puteaba–, me dijo, riendo, «Si un alemán y un italiano no podemos poner en marcha esta máquina, nadie podrá hacerlo.»
Tratamos de hacerlo arrancar empujando, pero nuestras fuerzas fueron insuficientes. Finalmente se presentó, se llamaba Rodolfo Rozenkreutz, y me dijo que en su casa, a menos de un kilómetro de ahí, tenía un cargador de baterías y algunas herramientas, necesarias para poderlo arreglar. Que lo mejor sería arrastrarlo con el caballo, y que después de cargada la batería, en dos o tres horas, seguramente podríamos ponerlo en marcha.
Lo ató con una soga que llevaba, y durante el trayecto, unas ocho o diez cuadras, mi auto fue un carro.
Después de poner el coche en un cobertizo protegido de la intemperie, de volver a revisarlo con luz, y de conectar el cargador de baterías, pasamos a la casa.
Me pareció excesivo aceptar su invitación a comer, aunque acepté de buen grado el “buen café cargado” que me ofreció. Y también pasar al baño, y secarme un poco.
Seguí su indicación –después de la salita, a la izquierda–. La salita era una pequeña habitación muy bien amueblada, como toda la casa, con muchas antigüedades, con una vitrina de un lado, y una bien nutrida biblioteca del otro. Me demoré frente a la biblioteca leyendo los lomos, y recuerdo –creo recordar– varios libritos de Gurdjieff, La Cosmogonía Glacial de Horbiger, algunos ejemplares de Blavatsky, la colección completa de Lobsang Rampa, Mundos en Colisión, de Welikovsky, las Enéadas, de Plotino, Zarathustra y otros libros de Nietzsche, La Raza que nos Suplantará, de Lytton, Hombres, Bestias y Dioses, de Ossendovski, El Retorno de los Brujos, de Pawles y Bergier, un ejemplar excesivamente voluminoso y excesivamente encuadernado en cuero de Mein Kampf, con letras doradas al fuego, Schopenhauer, Ignacio de Loyola, Haushoffer, Hesse, Lovecraft, Guénon, y un curioso ejemplar de Kipling con la cruz gamada en su lomo. Las ediciones eran, principalmente, en alemán, y también en inglés, en francés y en español.
Como una lógica continuación, me puse a curiosear entre las piezas de esa vitrina cubierta de cristales biselados que ostentaban, en el preciso lugar que indica la proporción áurea, un enigmático mandala esmerilado.
Todo un estante estaba ocupado por trece vasos de madera pulimentada, muy sencillos y muy antiguos. Uno de ellos estaba roto. El resto lo ocupaban medallas, posavasos de metal precioso y porcelana, y otras chucherías, ornamentados todos con svásticas y leyendas en alemán. En el estante superior, un pergamino con las insignias del III Reich y una calavera, escrito en alemán, aclamaba el nombre de Rudolf Rozenkreutz, tal vez el padre de mi anfitrión.
Al volverme, en la pared que había atravesado al entrar y que había quedado a mis espaldas, dominaba la foto –o una pintura, o la foto de una pintura– de Adolf Hitler.
De pronto, con horror, caí en cuenta que me encontraba a solas, en el medio de la nada, sin que nadie sospechara dónde estaba, en la casa de un loco.
(Continuará)
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