ROMANCE DE LO QUE SE HA IDO
(dedicado a mi abuela)
He regresado a mi pueblo
de veraneos y abuela
y en el lomo pedregoso
desbravado de la cuesta,
jadeos se me descalzan
frente a la vetusta puerta.
Marcas de altura la hienden
con melancolía nueva.
Allí siguen, a cuchillo,
de aquellas edades, muescas,
cuando, verano a verano
y por sobre mi cabeza,
mi abuela, que en paz descanse,
le hundía la albaceteña.
Yo me ponía de puntas
para ganar más madera,
ella decía entusiasta
con su sonrisa de fiestas:
“¡madre mía!, ¡pero qué alto!”,
como no viendo mi treta.
Hundo la llave en el ojo
rústico de la falleba,
abro una pena sin nombre
mientras crujen las charnelas,
dentro telarañas cubren
su mecedora de siestas
y me duele tan adentro
ver que no se balancea
que la vista se me empoza
de diamantes y de velas,
y es que la echo tan en falta,
tanto y tanto, que quisiera
partir mi vida en dos partes
y darle una parte a ella.
Rompo los solos y centros
que por la casa despiertan
y entre sus paredes anchas
mi nostalgia se despeña.
Temores de camposanto
bajo las sayas acechan,
levanto en sus alerones
recuerdos de rojas cepas
y allí, colmadas de sombra,
plomizas de talco y leña
aguardan, sin cante jondo,
por la cobriza brasera
despachadas y tupidas
cenizas de sobremesa.
Parece el pueblo más tardo
y sus noches más pequeñas.
Breves momentos de luna
sin ángulo a duras penas,
de bramante y de metales,
alumbran las callejuelas.
Sonrisa de media espada
como de sal y de néctar
fragua en mis labios, de cierto,
aunque yo no me los vea,
recordando cuando niño
y el mes de julio a la vuelta
yo regresaba a mi pueblo
al terminarse la escuela.
Yo era tan joven entonces
por esta costana estrecha
cuando mis trotes cobraban
pardos guijarros de acera.
¡Como corría y subía!
ebrio de azules piruetas,
loco de risas sin cerco,
limpio de trueques y befas,
bravo de buenas diabluras
y de enlunada inocencia.
A media tarde en la plaza,
junto a la fuente de piedra,
veo a un amigo de entonces
y harto de raras vergüenzas
sin saber porqué, indeciso,
pero me arrimo a dar cuentas.
Nos abrazamos con ganas
y nos miramos sin fuerza.
Yo he regresado cambiado,
me lo ve por dentro y fuera.
Él ha seguido otra marcha
y de lo que fue no queda,
y de buena tinta, nos
sabemos entre dos tierras.
Recuerdo cuando, de niños,
pateábamos acequias
de aceitunado mortero
y agua doblada y somera,
dando caza a renacuajos
blandos de cola morena
entre bancales copiosos
de cañas y tomateras.
Cubo en mano, sin relojes
y entre ralas oliveras
el calor ya era bastante
cuando el dorado de flechas
y la acequia, que verdosa,
allí limpia y bien trasiega,
descamaba lazulitas
de pan de oro y de monedas.
Quisiera vivo ponerme
y el romance por montera
que he regresado a mi pueblo
de veraneos y abuela,
pero hay tanto que se ha ido
y, de cierto, no regresa,
que los versos son espinas
de nostalgia, de impotencia,
y por ser de nuevo el niño
soñador de los ochenta
que abrazaba grandes soles
en el cuerpo de su abuela
yo daría, sin dudarlo,
cualquier cosa por su vuelta
porque la echo tan en falta,
tanto y tanto, que quisiera
partir mi vida en dos partes
y le daría una a ella.
Estoy marchando del pueblo,
triste, por la carretera.
Yo no había regresado
desde que murió mi abuela,
me fui cuando niño pero
lo que se fue no regresa,
me voy sabiendo que parte
de mi corazón se queda
latiendo dentro de aquel
niño que amaba a su abuela.
Era mi duende, mi amiga,
la noche de mis estrellas,
el amor más verdadero
que jamás tendrá un poema,
la creía, para siempre,
mi invencible compañera,
yo daba por inmortal
ese amor que dentro lleva
el dulcísimo latido
colorado de las venas.
Por eso me duele tanto,
tanto y tanto, que quisiera
hundir mi mano en el cielo
para traerla de vuelta.
Autor: Doblezero
Jamás olvidaré cuanto me diste, maravillosa Isabelín.