Si algún día logra ser honesto
y puede contemplar en sus huesos
la magia que en primera instancia no logra generar,
quizá sus ojos humanos puedan ocasionar un terremoto en la dimensión
de todos los científicos fallecidos del siglo.
Después de las tres,
las estrellas de la gran ciudad que besan mi espalda desaparecen y se van en pique buscando algo de música en la jungla y en el dedo meñique de su pie:
puede bailar encima de ellas,
reproducir su tez en un viejo tocadiscos,
abrasar sus pulmones con el abrazo de una enana blanca (llorando porque su brillo se parece tanto, tanto al de su madre).
Cuando me dijo que no era inmortal,
construí un castillo de arena en lo más profundo del desierto de sus sueños caóticos,
para que guardara sus suspiros
y los planetas pudieran girar en un subir y bajar de su pecho.
Al final de todo,
terminé deseando que cuando murieras
tus cenizas cayeran en las pinturas del próximo gran talento que se encontrase en alguna calle de Cali o de París,
y que luego se destruyera poquito a poquito,
desde el alma hasta las uñas,
para crear un nuevo tipo de arte
que las próximas generaciones no apreciarán
y que cuando él o ella muera,
sus cenizas caigan en otras pinturas,
y así.
(No hay mayor muestra de valentía que la autodestrucción,
y todo en nombre del arte).
Le dije al mundo que cuando el cielo
se torne rojo,
todos caeremos tan hondo
que podremos tocar sus huesos y sus sienes,
que sabía que este sería tu final,
y está bien si los planetas dejan de girar por una eternidad, mi sol,
sólo espero que cuando mueras
tus cenizas caigan en mis pinturas.