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«Cuando llegué a Buenos Aires, vendí los tesoros que había robado. Ignoro qué habrá sido de ellos. Algunos eran muy poderosos. Mucho después sabría, por publicaciones, qué contenía la caja que custodiaba y que debía llevar a Berlín. Con mi pequeña fortuna malhabida, compré estas tierras y construí esta casa con mis manos. Esto ocurrió en 1946.
«Lo único que no pude o no quise vender fueron esos trece vasos de madera que viste en la vitrina de la salita. Los habíamos recogido, seguramente, del castillo español que ya te referí.
«Mucho medité sobre ellos. Pero mi fe había sido quebrada, y los supuse curiosidades sin valor. La presión psicotrónica también se ejercía, fuertemente, sobre mí.
«Con el tiempo, comprendí que se trataba de una reliquia judía. Más precisamente, intuí que esos trece vasos habían servido a un hombre y a sus discípulos, en la víspera de su Crucifixión.
«Yo había leído que la copa en la que bebió Jesucristo durante la Última Cena, más conocida como El Santo Grial, poseía virtudes poderosas y ocultas. Se hablaba de la curación de enfermedades, y de la juventud eterna.
«Una tarde, segando los pastizales, me infringí una profunda herida con la guadaña. Me curé como pude, detuve la sangre, pero al día siguiente una fuerte fiebre se había adueñado de mi cuerpo.
«Yo era un fugitivo, y no me atreví a buscar auxilio. Hacia la noche, comprendí que, sin atención médica, pronto moriría.
«Pensé en el Grial. Yo sospechaba que uno de esos trece vasos había sido aquél en el que bebió Jesucristo, pero ¿cuál? Uno de ellos estaba quebrado. ¿sería ese? ¿o tal vez ese sería el de Judas?, y de ser así, ¿cuál sería la consecuencia de beber en él?
«En mi delirio, tomé una decisión: bebería un trago de agua de cada uno de ellos, menos del vaso quebrado. Y así lo hice. Era la noche del 24 de junio de 1947.
«Desde entonces, no he vuelto a enfermarme, ni envejecí. Mi teoría es que ese vaso, sea cual fuere entre los doce, es un artefacto cargado psicotrónicamente por los sabios de Agarthi, para provecho de Jesús de Nazareth. Qué ironía que fuera yo, uno de sus enemigos declarados, quien se beneficiara de él, dos milenios después.
«Veo la incredulidad pintada en tu rostro. ¿Eres cristiano? ¿quieres probar un trago de esos vasos? »
Y rió con una profunda carcajada.
Yo estaba resuelto a no contradecirlo, a dejarlo hablar e irme lo más pronto posible de allí. Pero cuando depositó sobre la mesa, riendo como si estuviera borracho, los doce vasos, y les echó un poco de agua a cada uno, invitándome a beber, lo miré con asco y le dije que habría que ver si la batería ya se habría cargado, que me tenía que ir.
Interrumpió sus risotadas, y, con un gesto como de sorpresa, me acompañó al cobertizo. Conectamos nuevamente la batería, y, al primer intento, el Fiat arrancó perfectamente. Rudolf me saludó efusivamente, me invitó a volver siempre que quisiera charlar, y me despidió en la puerta, cuando ya me iba.
Como pude, salí a una ruta conocida, y volví a casa. Ese fin de semana no pude pasarlo con mis amigos.
Al cabo de unos días, me di cuenta que había quedado una extraña e ingeniosa herramienta, olvidada en el cofre del auto. Cuando mi padre la vio, tiempo después, se sorprendió y me dijo:
- ¿De dónde sacaste esta llave? Son raras. Estas llaves las llevaban los camiones alemanes, en la guerra. Nunca había vuelto a ver una de éstas desde entonces.
Seguramente, pensé, habría pertenecido alguna vez al padre de Rudolf.
F I N
Rafael
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