“Tiene la cara de perro, como la tiene mi amor”, son sabias palabras que tienen uno o mil significados a la vez. Expresadas orgullosamente por una hermosa viejecita de grandes e inigualables hoyuelos en sus tiernas y suaves pero arrugadas mejillas, de grandes y redondos ojos tan brillantes como el cristal, caracterizados por una tristeza en especial, quien, en su fría soledad amarga, siempre, siempre, siempre… tenía mucho amor para dar, aunque nadie lo quisiese tomar.
Sentada una tarde en el portal de su viejo troje, viendo la vida pasar, llegó a su vida alguien, que la vida le habría de cambiar, una jovencita quien en su adolescencia ya era incapaz de amar, y sin embargo, siempre la iba a alimentar, unos días renegando, otros días maldiciendo, pero poco a poco, la soledad de ambas fue disminuyendo, y ella, ella la pudo amar, bastando ver la expresión de su cálido rostro, el movimiento de su boca al comer, y la humedad en sus tristes ojos al preguntar ¿Por qué nadie me viene a visitar? Comenzando a cantar desesperadamente “tiene la cara de perro como la tiene mi amor, pero ¡ay! ¡ay! ¡ay! que risa me da”.
Es tan difícil olvidar el día de su partida… cuando un día la quisieron encerrar porque no la podían cuidar, y en su desesperación a la mañana siguiente ya se encontraba sin vida.
Esa linda viejecita era un ser especial, y aunque para todos era un demonio, para mí, era un ángel guardián.
Esa viejecita era mi abuelita, esa viejecita fue quien me enseñó a amar, esa viejecita fue el ángel de luz que ilumino mi vida y me enseño el gran sentido de la bondad.