Alberto Escobar

Isadora Duncan

 

 

 

 

 

 

La tarde se difuminaba rosácea entre los penachos de nubes que
historiaban el atardecer sobre la playa, en Niza.

El encantamiento en el que estaba sumida me parecía de ensueño,
no podía dar crédito a tanta belleza, y además de la mano de Benoît,
mi Falchetto de mi alma, un as del automóvil.

No había nada planeado, nos dejamos volar a los vientos que tenues
caracoleaban la superficie acuosa que se avistaba azul, desde aquí.
Benoît, como os decía, era un avezado conductor, no en vano se ganaba
la vida como afamado corredor de carreras deportivas, que por entonces
empezaban a granjearse las delicias de los chicos, sobre todo aquellos
que se dejaban ver en los bailes de alta alcurnia que menudeaban en la
costa azul, por entonces...

Sin más dilación nos acomodamos en un Bugatti, si no recuerdo mal-
aunque os confieso que no soy una entendida en estas lides- para 
entregarnos a la aventura, que fue por desgracia la última.
Me metí dentro de mi mejor traje, un modelo con escote palabra de honor
de Octavie Lansême, que me concedía una apostura, ya ajada por la edad,
que otros ya me gustaría.

Como la noche nicense era de cuidado me enfundé el fulard negro
que tanto me gustaba, tan largo que me servía de improvisado abrigo.
Era tal la velocidad que alcanzamos por sobre las carreteras costeras que 
la prenda se enrolló en la llanta de la rueda trasera, arrastrándome tras de 
sí cual vulgar piltrafa.

 

Él ni se dio cuenta, hasta demasiado tarde...