Kleber Exkart

La Herencia de Muerte

Cuando Pedro Samulio, escuchó el ronquido 

gutural de su abuela saliendo como resoplido de yegua 

sabía que la parca venía por la vieja. 

Un aire gélido le crispó los pelos  

y se los puso de punta; tan cierto 

que si un zancudo se posaba por su sangre 

se crucificaba como Cristo.  

Asintió persignándose, encomendando su alma, 

pues sabía que casi siempre viene 

por mas de uno y temió ser el escogido. 

 

Había escuchado que la muerte  

No se anda con vuelve luego 

que como dice el dicho: al que  

le toca le toca; pero esta vez  

se sintió ofendido con su presencia. 

No era que temiera por su abuela, 

era que él no la esperaba 

pero estaba allí presente 

mostrándose en el silbido grotesco 

que salía de la garganta de su abuela. 

 

A ratos parecía la anciana ahogarse  

en la saliva de su propia boca 

hacía esfuerzos por respirar 

pero la salivación no la dejaba. 

El aire caluroso de la tarde se le enredaba, 

iba y venía entre sus fosas nasales 

llevando la humedad del estero 

que se hinchaba de cuando en cuando. 

 

Se acercó compungido, recordaba 

sus sopas y los carajos que le había echado. 

Viéndola allí sumisa a la cama 

sabía que no se levantaría, que de allí 

la habrían de sacar rígida. 

No era un presentimiento. Podía asegurarlo. 

Su abuela moriría en cualquier momento. 

 

Todo fue culpa de su afición a los cigarrillos;  

llevaba seis décadas inhalando nicotina  

y lo hubiera seguido haciendo de no  

haber sido que la tos y el ahogo se juntaron 

para cambiarle la historia, una historia  

de tiranía de un hábito que muerde los pulmones 

hasta lacerarlos y dejarlos chiquito, chiquitos 

como manzanas podridas.  

 

No se cuantos días estuvo así; 

fue una lucha feroz de sus pulmones 

salivando nauseabundos esputos.  

Se resistía a pasar el umbral de la noche quieta 

había guerreado muchos encuentros con la muerte 

parecía ser uno mas, solo uno mas. Solo uno mas. 

Resistiendo, forzando sus 

deslucidos alveolos que contritos  

punzaban el viscoso edema  

mezcla de nicotina y lagrimas tragadas  

a fuerzas de arcadas y golpes de pecho. 

 

Todo parecía nublarse a su alrededor. 

Era su estertor y el despertar a lo desconocido, 

su agitación llegó al paroxismo. 

Desgarró y escupió un podrido sanguinolento,  

trato de decir algo, pero se ahogó 

en un largo y profundo coma respiratorio. 

La abuela se quedó quieta, inclinada 

con la cerviz hacía el suelo. 

Nuevamente el aire gélido me arropó.