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Fue a mediados de junio, decía, que se nos ocurrió comentar en la casa de mi hermana, Isabel, que teníamos un fantasma que nos cuidaba la casa en nuestra ausencia. Nosotros lo decíamos a tono de broma, pero ella y su marido, Daniel, lo tomaron bastante en serio.
Yo no podía creer que dos personas cultas, dos profesionales, tomaran en serio historias de fantasmas y aparecidos, dignas más de fogón de campamento que de sobremesa familiar. Pero ellos lo tomaban en serio, nomás. Yo no negaba la vida trascendente, pero opinaba que a las almas les interesaría más otras cosas que andar espantando. Además hay una cuestión física, de comunicación, insalvable.
No podía perder una oportunidad como esa para contar el caso de la cinta de Alejandro. Increíblemente, me enteré que nunca antes se los había contado, y que nunca habían tenido el honor de escuchar mi cassette. Tenían un casi ofensivo desconocimiento de mi colección de grabaciones. Quedamos en una inmediata visita a casa, donde yo les haría escuchar unas cuantas.
Vinieron a la semana siguiente. De sobremesa, ya los chicos dormidos, acerqué el grabador a la mesa con la lata de cassettes, y les hice escuchar grabaciones familiares, el discurso de Balbín cuando murió Perón, la serie de comunicados de la guerra de las Malvinas, y algunos más que no recuerdo, dejando a propósito para lo último el que yo sabía que les interesaba más: el de Alejandro.
Por fin, lo anuncié teatralmente, y me dispuse a pasarlo. Recuerdo que alguien –creo que fue Daniel– habló de una presencia en la habitación.
El cassette comenzó a correr. Sonaba el tema de Bee Gees. De repente, se empieza a entrecortar, y recuerdo las manos de la pareja que se tomaron, mientras Daniel se inclinaba para oír mejor. La voz del chico empezó a sonar, y yo subí el volumen. En ese momento las luces se apagaron, y el grabador se detuvo. De inmediato pensé en un corto circuito en el grabador, y tiré instintivamente del cable. Al hacerlo, noté que la habitación estaba iluminada por una luz pálida, que provenía de los tubos fluorescentes de la difusa. Me indicaron, no sé cómo, el tubo del televisor, que emitía luz. De pronto, volvimos a escuchar la voz del chico, esta vez sin Bee Gees. Decía, cantaba en realidad, “Mabels, mabels, mabels... mabels, mabels, mabels...” Cristina me abrazó. Fue la única que se movió; los demás estábamos absortos, despavoridos es la palabra, mientras la voz seguía diciendo “mabels, mabels...” en un tono cada vez más fuerte. Creo que fue Isabel la que gritó.
De repente todo cesó. Volvió la luz normalmente, la heladera a funcionar, los tubos a parpadear. En ese momento notamos el llanto de los chicos, desde la pieza.
Estaban los dos despiertos, mejor dicho despertados, porque de inmediato se volvieron a dormir. Tal vez los despertó el ruido.
Isabel y Daniel abrigaron a la nena, y se pusieron los sacos mientras no cesaban de hablar. Recuerdo que yo les pedía disculpas, tan confuso me encontraba. Ellos me decían, con ese encanto del que da consejos sin que se los pidan, que debíamos vender la casa, quemar el cassette, exorcizar el grabador, y bautizar el televisor.
Si mi intención era impresionarlos con mi colección, no cabe duda que en esa ocasión lo hice. Se fueron deseando no haber venido.
Cuando nos quedamos solos, Cristina y yo nos abrazamos y nos pusimos a reír. Es que la situación se había vuelto realmente cómica. Pero quedaba un misterio impresionante por resolver por nuestras mentes investigativas. Un desafío.
Primero que nada ¿qué había ocurrido con la luz? Parece que el corte de luz tuvo que ver realmente con la experiencia, porque al grito de Isabel todo volvió a la normalidad.
Un poco de experiencia con fenómenos eléctricos me hizo pensar en un gran campo magnético que hubiera interrumpido el fluido. Era una opción bastante probable, dado que los tubos fluorescentes y el tubo del televisor se encendieron, como es lógico si los rodea un intenso campo magnético. De inmediato miré mi reloj electrónico: marcaba las doce y veintidós minutos del día primero de enero de 1977, lo que pasa siempre que se detiene y vuelve a arrancar –por ejemplo, cuando le cambio las pilas-. Era indudable que se había detenido veintidós minutos atrás, por la misma causa que detuvo todo lo eléctrico de la casa.
De pronto, horrorizado, salté del sillón y corrí hasta mi colección de cassettes –¡estarían todos borrados!– Afortunadamente, hacía tiempo que había tomado la precaución de guardarlos en una lata metálica y no en una cassettera común, justamente para protegerlos de los campos magnéticos. Aunque nunca pensé que podría exponerlos a uno tan intenso. Tampoco recuerdo en qué momento ni por qué razón tapé la caja. Supongo que debe haber sido parte de la presentación de la cinta de Alejandro.
Tampoco ésta había sido borrada, y esto sí que es raro dado que estaba puesta en el grabador. Tal vez la protegió la estructura metálica del grabador, o tal vez el fantasma no me quiso privar de ella. Y ya estoy aceptando abiertamente su existencia.
Por otro lado ¿qué significa “mabels, mabels”? tal vez Mabel, un nombre (sugestivamente, la hermana de Cristina se llama Mabel). Pero, en español, Mabel se acentúa en la e –el fantasma acentuaba la a–, y en inglés se pronuncia Meibel.
Nos costó un rato bastante largo comprender que lo que el fantasma decía era bubbles, bubbles, burbujas, burbujas, una obvia referencia a lo último que vio en vida.
Una cosa era indiscutible. El fantasma existía. Y se quería comunicar con nosotros. Era posible propiciar esa comunicación, y más esa noche que “andaba en las cercanías”.
Decidimos que el mejor método era el tablero Ouija, más conocido por “el juego de la copita”. Yo lo había jugado una vez, y tengo una interesante experiencia.
Era gracioso vernos bordear el tema, eludirlo, posponerlo, sopesar posibilidades, en realidad por puro miedo. Bela Lugosi pisó fuerte en nuestra juventud.
Por fin nos decidimos. Desparramamos las letras del Scrabel sobre la mesa, escribimos los números, el sí y el no en papelitos, y elegimos una copa liviana, como para no andar cansado al fantasma.
Nos sentamos enfrentados, la copa entre ambos, los índices extendidos señalándola, la vista reconcentrada en su brillo. Y el silencio.
(Continuará)
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