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– Wath is your name?
– Mi nombre es Legión –contestó, y la pucha que me asustó su respuesta. Tuve la intención de largar todo y llamar a Bernabé, pero Cristina siguió, imperturbable.
– ¿Por qué ahora me contestás en español?
– La respuesta está en tu cerebro.
Ahí está la explicación de por qué hablaba en tan mal idioma. Cuando grabó la cinta, el hermano de Alejandro estaba escuchando a Bee Gees en inglés, y por eso grabó en el inglés que pudo, con sus breves conocimientos. Y con la copita escribió en latín porque yo estaba fantaseando con misas negras y esas cosas. Además, no me pregunten por qué, pero para mí el idioma fantasmal es el latín. Y como el que escribía era yo –mi inconsciente que captaba telepáticamente lo que le dictaba el fantasma–, escribí en el latín que pude, bastante malo pero el único con el que yo podría hablar. O Cristina, pudo ser ella la que escribiera, o los dos.
– ¿Qué estás haciendo ahora en la Tierra?
– Este es nuestro lugar.
– ¿Por qué hablás en plural?
– Porque somos muchos en uno, todos estamos en las mismas condiciones.
– ¿Quién fue el que se cayó al río?
– Yo... –¡La voz del cassette!– Habíamos ido al río con los chicos, y ellos fueron los que tiraron el bote, ellos, no yo, se lo juro.
– Contame más.
– Había sol, y el agua era transparente que se veían los peces. Los chicos quisieron atrapar uno, y el bote se volcó. Ellos se murieron todos.
– ¿Y vos?
– Yo sentí que me asfixiaba, veía sólo burbujas. Me asusté mucho, pero no me morí. ¿No ve que estoy vivo? ¿No ve que estoy vivo? ¿No me ve?
Esto último lo dijeron varias voces, que terminaron superponiéndose hasta formar una sola, como varios colores que se mezclan hasta formar uno sólo definido.
– ¿Y qué hiciste desde ese día?
– Desde ese día me paso la vida preguntando por qué todos fingen no verme. Les grito a los oídos y se obstinan en no contestar.
– ¿Por qué sentís frío? –fue mi primera pregunta.
– Siento mucho frío. El sol no me calienta. No sé que le pasa al sol que no calienta. La luz no es como antes. La luz del sol es opaca.
– Negra...
– ¿Dónde está Dios?
– Dios está... en el Cielo, supongo.
– ¿Cuánto hace que estás así?
– Mucho... mucho.
– ¿Desde qué momento?
– Desde que salí del río. –la voz del chico.
– Que hable otro.
– Desde que me clavaron ese puñal que casi me mata. –una voz de mujer.
– ¿Quién te lo clavó?
– Marco Tulio, mi marido, cuando estuvimos en Hispania.
– Que hable otro –dijo Cristina. Yo hubiera preferido seguir hablando con esta asesinada de hace dos mil años.
– ¿Cuándo te mataron?
– ¡No estoy muerto!
– Tienen que entender que la vida ya no está en ustedes. Que no pueden vagar eternamente por un mundo al que ya no pertenecen.
De nuevo las luces comenzaron a apagarse, y el aire se volvió a poner pesado. Cristina preguntó algo, pero ya no hubo respuesta porque el grabador ya no andaba. Increíblemente, en ese momento pensé en mi reloj que volvería a detenerse.
– ¡Cuando comiencen a aceptar que están muertos, recién entonces estarán listos para partir definitivamente de este mundo!
Una silueta rojiza comenzó a perfilarse en el medio de la habitación a oscuras. No era una silueta definida, sino más bien un borde enorme de forma humana que saltaba como un mono.
No sé que dijo Cristina en ese momento. Seguía hablando de Dios y de la muerte, y de partir para el más allá. Lo que recuerdo con claridad es la silla en la que estábamos sentados, que se movía como todo el cuarto, la figura saltando, roja, enorme, el aire irrespirable.
De pronto, la figura se quedó quieta, tensa, y se puso celeste de inmediato, y después paulatinamente blanca. El grabador volvió a andar, para decir:
– ¡... calor! ¡Es luz caliente! ¿Dónde? ¡En la ventana! Es de luz... Es mi Señor... Mi Señor...
La imagen caminaba lentamente hacia la ventana, pasando a través de la mesa, y al pasar cerca nuestro juro que la vi desdoblarse, como si fueran muchos, pero no se separaron. Fue como un efecto óptico, es decir como si dentro de la imagen yo pudiera adivinar varias. En realidad, no hay forma de describirlo.
La imagen desapareció por la ventana, y con ella se fueron todos los fenómenos que ocurrían en mi casa.
En seguida, al día siguiente, volvimos a traer a Nazareno, tan seguros estábamos de que todo había terminado.
Hay algo más. Al reescuchar el cassette que grabamos esa noche, hay una voz, al final, que ni Cristina ni yo escuchamos, pero que de todos modos se grabó. Es una voz dulcísima, como nunca escuchamos otra igual, que dice: “Yo soy la luz del mundo”
(Concluirá)
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