Príncipe sin espada. No le hacía falta. Se valía de su ternura como el arma principal de su pelea. Sin escudos, teniendo un corazón de acero, acorazado entre soledades y llantos y aun así listo para la batalla.
Princesa y príncipe. Ambas. Sin distinciones, ella era fuerte.
No necesitaba aprobación de nadie para saber que todo estaba bien. Vivía de su palabra, de su fuerza, de su arrogancia y, con la más tacaña cabezonería te lo decía todo sin temer represalias.
Así era ella, mi Principita.