Tanto nadar para morir en la orilla.
Después de una eternidad de desaliento, después de días de
huellas impresas en el quizás de la supervivencia, la cima se
alzaba altiva ante sus incrédulos ojos de témpano.
Juanito empujaba con su entusiasmo a las jadeantes
almas, exánimes de soplo y sonrisa, que ya casi
serpenteaban, si no se hundían, sobre la avalanchosa
nieve que amenazaba sepultura, féretro blanco y sangre.
Edurne, así como el grueso de la expedición, levitaba sobre
sus piolets sin sentir sus miembros, solo les alentaba la deuda
del objetivo, visionado minuto a minuto desde que se supieron
participantes de esta locura, solo quince días antes.
Se entreveía un sol escondiéndose entre las crestas del insigne
coloso, a la espera de la inminente culminación, que rindiera
sus congratulaciones a todos y cada uno de los expedicionarios.
Cuando consiguieron la proeza, que la ventisca mañanera sumió
en lo improbable, se reunieron en corro alrededor de Juanito, que
manteado llegó a las inmediaciones del segundo coro de ángeles,
el de los querubines, que aletearon exultantes.
Juanito decidió quedarse a vivir con ellos; quién sabe si alguna
vez estaría tan cerca del cielo.
Se despidió con una sonrisa hasta el próximo recuerdo.
Misión cumplida.