Apretujadas se posan
las estrofas de ceniza
sobre versos patentados
por la auténtica agonía.
Y encima de las estrofas
va cayendo una llovizna
cuyas gotas invisibles
no salpican a la rima
pero empapan hasta el tuétano
de la firme hipoesía.
Un título inapropiado
sobrevuela los carismas
de poemas, y su sombra
se derrama por la tibia
metáfora que no alcanza
al ritmo en avanzadilla.
Sin poderlo remediar
tiemblan de miedo las sílabas
al presentir el furor
de la negra artillería
de la pluma y su cañón.
Se levantan de sus sillas
sonetos desvencijados
carentes de melodía
y se pliegan al papel
reciclado de la vida
que les tocó interpretar
por demostrar que valían
para hacer frente al romance.
A la trágica elegía
no se le detiene el hipo
si ve al verso libre en fila
con su típico hip, hip, hurra
en su fiesta libertina
antes de romper amarras
y vagar a la deriva.
Desatado, el ovillejo
se entrelaza con la silva
y unidos bailan un vals
en una imborrable pista.
No ceja en su empeño el poeta
de buscar la sintonía
que dé sentido a sus letras
poniendo su amor en liza
hasta deshacer todo ápice
de locuras paulatinas
sin dejar en el tintero
la más mínima caricia,
con la que cuidan los versos
y su carácter encriptan.