Me llegaron a los oídos unas notas.
Eran notas que se excusaban de llamar mi atención.
Dejé mis quehaceres, sorprendida, enjugué mis manos
con un trozo de paño blanco que colgaba lánguido y me
precipité hacia el lugar de donde procedían.
La puerta estaba entreabierta.
Para no distraerle me asomé sin que pudiese advertir mi
presencia.
No pude dar crédito a mis ojos.
Vi a un niño rozando la pubertad con una peluca blanca,
casaca roja de húsar y medias blancas, con la cara pálida
de talco aromado.
Se afanaba sobre un clavicémbalo caoba con tanto arrobo
que pareciera poseído por las musas.
No se percataba de que estaba siendo observado.
Cuando la última nota se perdía en el aire me acucia una
voz que me implora insistente.
¡Mamá! ¿estás escuchando cómo toco?
Me acerqué de nuevo, observándole estupefacta.
Quedé petrificada ante el prodigio que tenía lugar.
El niño que pude ver minutos antes vestido a la usanza
dieciochesca se tornó, como por ensalmo, en un niño con
camiseta blanca y pantalones vaqueros.
Me invadió una sensación de alivio, a la par que una especie
de desilusión.
La monocorde realidad volvía por sus fueros.
De nuevo.