Crispina

Quiebre

Qué raro es mirar un lugar que se extinguió y verlo reemplazado por algo que muy poco vale la pena, por lo menos para mí. Recuerdo cuando volví a la librería del Álvaro, estaba ansiosa por saber de él, de hablar. Sin embargo, al pararme afuera de la puerta, no había nada. No había ni librería, ni Álvaro.

 A mi me gustaba estar ahí, los libros estaban organizados de tal modo que lograban interesarme (no como en la librería de la otra cuadra, cuyo nombre me reservo a mencionar), pero en mis periodos colegiales poca plata manejaba, así que solo me compré uno: La peste de Camus.  

Me gustaban sus sombras y la alfombra gris; la música alternativa del tipo de lentes, que me vendió La peste, la de Álvaro también; la escalera, el segundo piso con sus tinieblas acogedoras, las paredes que desprendían olor a cigarrillo, y su gente que se sentaba alrededor de la única mesa: la chica del pelo verde, el argentino, la de artes plásticas (yo la de cuarto medio).  

Me sentí desgraciada cuando vi que de eso ya nada quedaba. Además, quería un libro que me vendieran allí, pero tuve que conformarme con comprar en la detestable librería de la cuadra siguiente. Naturalmente, al pagar el libro que compré (Bestiario de Cortázar) busqué las pertinentes respuestas al misterio, las cuales fueron respondidas por el vendedor con cara de universitario: “Quebró”.

 Álvaro había quebrado.  

Qué tipo más raro era Álvaro, pero un buen tipo.

Me hizo clases en el preu. Hablaba rápido, parece que decía incoherencias a propósito y siempre se veía cansado. Varias veces me despertó cuando en sus clases me quedé dormida (re patuda). El leyó cuentos míos, me animó a esto; pero no a la pedagogía.  

Tipo raro, me caía bien.  

Una vez me invitó a su reunión en el segundo piso, varias veces en realidad, a hablar de literatura y arte. Ahora no lo he vuelto a ver, quisiera pero no creo que tenga ganas de nada.

Extraño esa librería, tenía su estilo. Ahora en su lugar, hay una tienda de chucherías electrónicas, que no combina con el estilo de la calle O’higgins. Bueno, Osorno ha cambiado, se ha estúpidamente modernizado. Ojalá tuviera más de esa bohemia que conocí en el segundo piso de la librería que alguna vez amé.