En tu vientre fulgor de trino y canto
me fue dada la cuna más mullida
que cualquier mortal para sí querría
mas, tú lo hiciste para mí, dulce madre mía.
De tus venas el torrente enfebrecido
aligeró en sino la mítica simiente
que irrigó mis campos en vital porfía
cuando de un latido fueron dos, desde aquel día.
Tu vida, cofre sencillo de batallas duras
salpicó en gotas repetidas de nuevas existencias,
¡ay!, de vaivenes turbulentos, de sueños y penurias;
con temple, sacrificios, y glorias pasajeras.
Y enfrentando al peligro de la existencia
fueron tus brazos barrera infranqueable
que en cuidados prodigados me mecieron
y me enseñaron los misterios de la vida.
Nunca vi remisas tus manos, madrecita
para dar caricias, disciplinar mi pelo,
elevar la oración diaria, prodigiosa
que la fruta, el pan y la bendición ponían.
Y mientras los días me despertaban a la vida
fue tu amantísimo regazo fortaleza,
puerto de partida de mis sueños
y bálsamo de amor en mis tristezas.
Las cruentas estaciones del áspero camino
las dulces mieses de la humildad y la nobleza
por tus ojos hermosos mil veces remojados,
aprendí a ver, y a Dios, y a la pobreza.
La tierna sonrisa de tus labios, la palabra que no olvido
ni en sueños, que me animan madre mía,
dulcifican y regañan al nombrarnos
perpetúan mi nombre y el de mis hermanos.
Tu frágil figura, sencilla, bien amada
llenó de luz y alegría mi existencia,
tierna silueta que por siempre está en mi senda
brindándome amor, ternura y compañía.
Tu nombre se hizo eco más allá de nuestro alero
símbolo de unión, atadura, envolvente signo,
verde aroma y lozanía de fruta madura
estandarte imbatible en nuestro camino.
Y, tu pelo negro que no era ensortijado
que cubrías en la iglesia con una mantilla
fue acumulando años y trocaron su color,
indetenibles, postrimeros, para el más cruel dolor.
Y así, ¡oh madre!, fe, ternura y corazón
por tu entraña, brazos, sangre, vida; por tu ser,
eres fuente, cima, monumento y canción
y te llevo infaltable, convertida en oración.
Bolívar Delgado Arce