Por qué te cebas,
tedio impenitente,
leviatán hambriento
de oscuros humores.
Por qué no dejas que te engañe
con sentimientos suaves,
con razones livianas.
Por qué no amoldas tu paso
al discurrir del tiempo,
como cuando no gritabas,
y andabas escoltándome,
encadenado a mí,
respirando a mi lado,
sereno, invisible y acompasado.
Por qué pretendes sellarme
regazo y entrañas
al manantial de savia
que reserva la vida.
Por qué me extravías.
Y me empujas a hundirme
y me amarras el pecho
y sacudes mis sienes
sin resquicio de tregua.
Y me desvelas,
barriendo de un plumazo
diques y defensas,
muros de contención de rabia,
esclusas y presas.
Y anegas de rencor
armas y parapetos.
Por qué te niegas a aplacarte,
a atender a verdades,
por qué te obcecas ciegamente
en lacrarme los labios.
No tengo más remedio que domarte.
Y te lo digo ya ahora:
Va a ser cuestión de cuentas
o de ajuste de ritmos
entre tú y mis ganas,
pero al cabo del camino
soy yo quien te vence.
Ve haciéndote a la idea.
Para qué cebarte entonces,
monstruo endriago,
leviatán informe.
O existes solo
para engendrar la sombra,
humus oscuro
que la raíz perfora,
que abreva las fauces
de la memoria...
para que brote en mí,
rugiendo en tu contra,
la auténtica esencia
de mi persona.