Observar, sentada en la playa, con las piernas recogidas sobre mi pecho, un atardecer sumergido en una paleta de colores, imposible de imitar por un mortal, me ha producido un sentimiento de gratitud hacia esta naturaleza en la que vivo. Me ha traído recuerdos de la explosión de grandeza que mi alma sintió al ver por primera vez la inmensidad del mar. El mar ese desconocido que permite entremezclarse lo placentero con lo desagradable, la armonía con la estridencia, lo bello y luminoso con lo sombrío y lo opaco, sin olvidar el peligro de la seguridad. Todo ello me ha permitido, mejor dicho, me ha obligado, a sumergirme en ese abismo sin fin y buscar respuestas a unas respuestas que no se enunciar.
No se enunciar porque no se como explicar que en el interior de sus entrañas, realizo movimientos, sin ninguna música que me marque el ritmo a seguir, escucho sonidos que hacen vibrar mi cuerpo, me desplazo con armonía, capto olores desconocidos, estoy continuamente abrazada por unos brazos que me aprietan pero que me embelesan al mismo tiempo, me convierto en una parte de ese entramado de moléculas y burbujas, realizo, inconscientemente, un movimiento creativo que consigue unir cuerpo, mente y espiritu, sin darme cuenta del bonito regalo que estoy recibiendo, hasta que consigo entrar en comunión con la mejor parte de mi ser, mi otro yo, que cuando estoy en superficie, a cada momento me está llamando a la puerta para entablar un diálogo que yo, en condiciones normales, no soy capaz de escuchar si no estás en un ambiente natural capaz de trasladarte a un estado de felicidad suprema, con una ausencia total de dolor, alcanzando una posición de beatitud y es en este momento cuando oyes la llamada de tu interior y te dice que con la paz y la quietud se es capaz de parar el tiempo en el instante actual.
Pero somos mortales en un medio hostil para nuestra vida y nuestro desarrollo, hay que volver a la realidad, dejar ese instante de concentración del tiempo y volver. Los bares nos dan la pauta de conducta, hay que volver, teníamos la pared a la derecha, ahora tenemos que tomarla a la izquierda. Empiezas a despedirte de esos seres vivos que has ido encontrando en tu camino, darle un adiós y hasta la siguiente, el pulpo se ha movido al verme, la posidonia sigue con su bamboleo no la mires porque te marearás, volteas ese montículo de cortes caprichosos, lo recuerdas hace un momento pasaste junto a él, cuando estaba en lo de la quietud y la paz, vuelves a mirar el manómetro, empiezas a buscar el cabo de descenso, ahora se convierte en el de ascenso, lo ves lo coges, llegas a la boya de seis metros, miras el reloj, tres minutos de parada, lástima que todo se acabe, ves un pez payaso que juguetea entrando y saliendo de un habitáculo dos minutos, unas barracudas pasan por tu lado, las observas, las sigues con la mirada y quizá sientas algo de envidia, ellas aguantan en el agua mejor que tú, un minuto, miras otra vez el manómetro, cincuenta bares, te despides hasta la próxima inmersión, en que volverás a encontrar lo que en superficie no tienes ¿ que es ?, solo tu lo sabes, y para cada uno es distinto, sacas la cabeza al exterior, le anuncias al patrón, con la señal adecuada, que todo está bien, entregas plomos y equipo y ya en el barco, echas una última mirada a los borreguillos que se están empezando a formar, quizá sean la muestra de la triteza que el mar siente cuando te marchas, los dos sonreís, pronto volveré, le dices, aquí te espero, responde.
Autora: Fenicia.