Aunque ya había muerto,
se murió y vino a morirse dos veces,
y una sola lo enterraron.
Creyeron verle morir
allende en una guerra lejana,
amaneciendo su cuerpo
en una olvidada cuneta,
en las proximidades de un pueblo,
cuyo nombre ya nadie recuerda.
Pueblo que fue fosa común
de veinte almas y un perro.
Por un tiempo le añoraron las tabernas,
donde hacía gala de sus versos,
harapos de pordiosero
en palacios y en conventos.
Sus dichos fueron numerosa prole,
huérfanos ahora de su boca
son pulgas de perro viejo.
Le acaeció la segunda
y vino a buscarlo la parca
a la edad del siglo nuevo.
No hubo paño más blanco y fino
para darle sepultura
que dos sábanas de raso.
El que nunca fue devoto,
recuerda su feligresía,
yace ahora soleado
bajo un centenario olivo.
Mejor compañía hubiéranle reportado
las veinte almas y el perro
de aquel pueblo innominado.
\"La alcancía de la memoria\" (2013)