Aquí, a los pies de mi cama trasnocha un mal,
es un ensangrentado esqueleto, cruel monstruo tallado en odio.
Él, impúdico engendro, aprendiz de Satán.
Con su agotadora cadena llameante, impertinente,
me obstruye, apresa y amordaza,
arranca sin contemplaciones mis cuerdas vocales.
Me calla.
Y sin demora ni calma martillea mis sesos al ritmo de los chillidos espectrales que le acompañan, enfurecidos por la espiral
de torturas y tormentos, angustias y lamentos
que se liberan
en sus opacas mentes endiabladas.
Quiero escapar, huir.
Gritar socorro hasta desgarrarme el alma y morir.
Morir en la noche apagada abandonando la cordura y el sentido de mi vida,
ansiando que ocurra de la forma más lenta y trágica.
Sus cuencas negras
a mi cuello se agarran
y lo sacuden
haciéndome leve, cobarde, sin coraje, convirtiéndome en una ánima sorda y mugrienta,
flotando inerte en una laguna o en alguna apestosa charca, despojando a la luna de su plata.
-Quizá si tú…-¡No, no puedo pedírtelo!
¿Quién soy en tu vida
para pedirte,
(templo de mis lamentaciones)
que me des alas con las que fraguar un vuelo
hacia la existencia o hacia la nada
o hacia el azul y la calma?
¿Pero con qué derecho me he creído para rogarte,
(mi almohada de oro)
y sollozar en tu hombro,
en el que dejaré mis lágrimas y penetrarán hasta calarte las entrañas?
Y es en los altares de San Vicente Ferrer
donde caigo rendida
como hoja marchita que abandona su fértil huerto
y le imploro que allá en su sepulcro,
entre su sueño eterno y sus divinos milagros,
obre por mí.
¡Es por piedad!
Ya no queda mucho tiempo más,
pues atrás me condené
en una lucha que perdí ante el depravado estafermo
y quedé como perro temeroso, encogido, hambriento, corroído por el abandono.
A manos de su tirana soledad.
Me deshueso la carne a tiras en esta angustiosa tiniebla, encomendando al destino que me otorgue lo elegido,
con el total convencimiento de que se acerque el FIN.
Divina andadura
hacia mi ocaso soñado.
Eva.