En los años treinta el pueblo era pequeño y el centro estaba agrupado en una sola calle, cuya edificación no era suficientemente compacta. Existían muchos terrenos baldíos cubiertos de yuyos, y también muchas veredas sin baldosas. Con la imposición de la Ordenanza de Cercos y Veredas años después, solucionaron ese detalle.
Las calles estaban cubiertas por pedregullo bien apisonado, y el paso de cada vehículo dejaba una nube de polvo. El auto regador era un buen servicio, porque quitaba el polvo por unos minutos, y además refrescaba.
En invierno todo era diferente; las calles se llenaban de lodo y a veces de charcos. Allí comenzaba el trabajo de la máquina que arrastraba el barro acumulándolo en los baches y en los costados. Los niños solían caminar detrás de ella, pateando las piedras que levantaba. Después de esta operación venía la rueda aplanadora, que realizaba la terminación del trabajo
Un día lodoso y frío vi a una viejita caminando frente a nuestra casa. Iba pobremente vestida pero con ropas limpias; caminaba tiritando, lenta y dificultosamente. En su cara se veía la serenidad que dan los años y la aceptación de esa vida de privaciones.
Mi madre salió corriendo de la casa, la tomó de la mano y le dijo: “Venga abuela, hace mucho frío afuera”.
La hizo sentar a la mesa y la arropó con un chal. Enseguida le sirvió una buena comida caliente. La suave viejita comía lentamente; masticaba con su boca sin dientes, saboreando cada bocado; mi mamá la miraba con amor. Cuando la abuela terminó de comer, comenzó a conversar.
- ¿Sabe? Nací bastante lejos del principio del siglo, y como no sé leer pronto se me perdió la cuenta de los años. Tampoco me enteré de las cosas que suceden en otros lugares. Siempre ayudé a mis padres trabajando y trayendo un sueldito. Cuando me casé mi marido me trajo para estos pagos; fue muy bueno conmigo y con mis hijos. Nunca nos faltó nada, claro que todo era humilde. Trabajaba en las chacras y por eso la vida no fue difícil; siempre había alguna verdura para comer. Así crié a mis chicos; los mandé a la escuela y se convirtieron en buenos muchachos, trabajadores y respetuosos. Cuando mi marido no pudo trabajar más, se enfermó y prontito me dejó sola; los hijos ya se habían ido cada cual por su lado. Yo ya estaba vieja, y no me quedó otro remedio que irme a vivir a la orilla del río y salir a pedir. No pido; la gente me ofrece. De vez en cuando lavo una ropita y me pagan mucho más de lo que vale. No lo quiero aceptar, pero me dicen que mi trabajo vale mucho más que el de otros. Yo no les creo, pero válgame Dios con ofenderlos.
Mi mamá estaba como petrificada escuchándola. Luego le preguntó qué cosas recordaba de su niñez. La viejecita, con voz baja y en tono confidente comenzó a contar:
- Eso que trajeron la civilización al desierto no me trae buenos recuerdos, porque los generales hacían matar a todo inocente que se cruzaba. No olvido el día en que el sol se peleó con el planeta Marte. Yo era todavía muy chica, pero me impresionó cómo se daban golpes, y la luz era tan rara que a veces se ponía oscuro y a veces claro. En toda mi vida vi muchas veces algo parecido, pero nunca fue como aquella vez.
Entendimos que ella vio un eclipse de sol, matizado con varios colores del espectro; su inocencia le hizo ver cosas que traspasaban el límite de la realidad.
Media hora más tarde, la abuela salió coqueteando por la vereda, con su nuevo vestido de lana y su bastón.
De mi libro "Verde era también mi valle"
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