El baile de la vida empieza con el llanto,
la risa y los abrazos acompañan su cántico.
Avanzan los arbustos y un árbol, casi erguido,
preside la mañana de un valle eterno y verde.
El llano del letargo domina el mediodía,
cuando los años pasan, y el ánade grisáceo
se torna cisne blanco y acaso amor se llama…
Poco a poco aparecen las hojas del otoño,
cuando apenas se amasa la rutina del día.
Los días son más cortos y más largas las tardes,
los niños, pronto hombres, curtidos en el tiempo,
y los hombres, pasando, van haciéndose viejos.
Las hojas de la tarde dejan paso al silencio.
El cielo poco a poco comienza a oscurecerse:
lo que antaño eran risas hoy son sonrisas mímicas.
La noche llega pronto, cuando nadie la espera,
y otros niños se asoman a otra puerta distinta,
la del tiempo que avanza, la del hombre que pasa…,
dejando un rastro opaco de alegría y tristeza.
Finalmente acaba el bosque: sin árboles, extáticos,
los vientos de la noche, oscuros y nubosos,
ocultan a los muertos y barren los recuerdos.
Y al tiempo, en lontananza, se adivina otro día,
otra luz, otros llantos, otros niños nacidos,
otros hombres posibles que avanzarán de nuevo,
otras vidas ajenas que mantendrán la llama:
la existencia perpetua, devenir sin retorno...