Erase un avaro Leñador que en el verano cortaba toda la leña del bosque, la almacenaba y esperaba el invierno. Con la llegada de las primeras lluvias, “Pocavista”, así llamado porque le faltaba uno de sus ojos, aumentaba en 10 veces el valor de los atados. Al cabo de los años aquel usurero Leñador llegó a ser el hombre más rico y despreciado de la Aldea. Esta es la historia narrada ahora en animadas tertulias pueblerinas:
Cierta vez, en la alta montaña, donde el trino de las aves se confunde con el murmullo de manantiales y riachuelos que van aguas abajo, ocultándose bajo la sombra de los árboles, entre el verdor de los helechos y gruesas raíces que como brazos de gigantes se anudan a las rocas, un viejo Leñador, mal encarado y avaro, sintióse de súbito atemorizado, cuando una voz venida de muy lejos, susurrábale palabras a su paso.
Con el correr de las horas el temor de el Leñador fue creciendo, pues esa voz lánguida y extraña, llegada con el viento, salida de las piedras, de la hojarasca y las flores marchitas, proseguía acompañándole en la marcha de su penoso ascenso por el camino estrecho de abismos y cuestas empinadas. Más fuerte que el temor, la ambición empujaba el hombre de colérico semblante sudoroso y torvo. Con el acero cortante de su hacha y la fuerza de sus manos, endurecidas y callosas, el Leñador, implacable y brutal, cortaba, árboles…, árboles…, y árboles…. Las cosas a su alrededor eran tristes, muy tristes, y el aire se impregnaba con el olor vegetal de la madera, con la tibia aroma de hojas y geranios mustios, abrasados por el sol de la mitad del día.
Ya con los árboles tendidos a sus pies como ángeles muertos y desnudos, el Leñador desenfundaba de su vaina el machete relumbroso que nunca le faltó en el cinto, y con movimientos rápidos de un felino hambriento, hacía trizas las ramas con las que el tronco despedazado había vestido su cuerpo, sabrá Dios por cuántos años. Pero ahí estaba la voz misteriosa y lánguida llegada con el viento:
-¿Leñador, qué haces? Mas el viejo y avaro Leñador, entregado a su faena, loco por la avaricia, ciego por la usura, prefería no escuchar. Tensos los músculos barnizados de sudor, descargaba con fuerza su filosa hacha sobre el tronco del árbol; una y otra vez el golpe sobre el grueso madero…
¿Leñador, Qué haces? La voz regresaba, salida de las piedras, confundida con el croar de las ranas, el rumor leve de las aguas en los espejos del riachuelo, o el crujir de los ramajes desgarrados. Las manos del el Leñador van y vienen en el aire. El hacha es una saeta que va dejando en la corteza del árbol la huella implacable de su filo…
¿Qué haces, Leñador? Sintió sed el Leñador y fue hasta el arrollo cristalino, allí bebió agua fresca y abundante hasta saciarse, después volvió sobre sus pasos, tomó de nuevo el hacha entre sus manos que no cesó ya de blandir hasta mirar caer frente a sus ojos el frondoso árbol de tupido follaje.
¿Qué haces, Leñador? Sintió el Leñador que el sol quemaba sus espaldas y fue a guarecerse bajo un Samán de esplendorosas ramas. Exhausto y fatigado, no había comenzado la dicha del descanso cuando escuchó de nuevo la extraña voz inquisitiva: Leñador, ¿qué haces? Y contestó el Leñador: ¡Estúpido de ti que así me enojas, ¿no ves caso que estoy haciendo leña? Respóndeme tú, ¿qué es lo que haces importunándome mi tiempo?
-Yo soy, respondió la voz desde lo lejos, quien hace la fuente cristalina de agua fresca, yo soy quien pone sobre el alto tronco el verde follaje de los árboles. Mi aliento es la brisa que llega hasta tu piel a oxigenarla…