Hablaban los corazones.
Se abrazaban los cuerpos.
La mente se quedaba a un lado y,
en silencio, era testigo del encuentro.
Cada gesto era un latido.
Una raiz que abrazaba la tierra.
Y daba fruto, del mismo se alimentaban.
Esa comunión de dos almas.
Danza invisible que baila la carne.