Rayos de sol que resbalan
por la pulida piel del tomate
dándole matices de sangre.
Espacios que se cuadriculan
entre cañas de perfil piramidal
en las que se lían los pimientos.
Cebollas tan frioleras como
para desnudar a los ángeles
invernales y de esta manera
poder endosarse sus capas.
alineadas habas y enfilados
guisantes que desenvainan
tarde, dando lugar a la crudeza
de verdosos estallidos.
Cabezas bien amuebladas
con apiñados dientes de ajo
a los que hasta los vampiros
les clavan el colmillo.
Subterráneas patatas
que ensanchan sin cesar
comprimiendo su aposento
de tal manera, que la mullida
tierra se eleva hasta ocupar
el lugar que por derecho
le pertenece a las nubes.
Calabazas de agarrotado
rabo que, al sonreír sarcásticas,
dejan en la estacada
al mismísimo halloween.
Sandías gigantescas
que se sueltan de la mata
por su propio peso
y ruedan por los surcos
hasta derribar a los pepinos
sin dejar ni uno en pie.
Hortelanos que, acoplados
a su apéndice azadón
por medio del desgastado astil,
moldean las hortalizas
en la región donde se relamen
las ollas de barro.
El resurgir del riachuelo (7 de mayo de 2020)
Lo que la naturaleza nos quita por un lado, nos lo devuelve por otro. No recuerdo haber presenciado una primavera tan intensa y quizás no la vuelva a ver, por eso no voy a dejarla ir sin exprimirla cuanto me sea posible ni permitiré que un virus inoportuno nos prive de semejante explosión de vida.
En el pueblo, desde hace algunas semanas, gracias a las abundantes precipitaciones caídas en los últimos meses, sucede algo que yo solo había oído contar a los más ancianos del lugar, y es que por el lecho del royo discurren las aguas de un riachuelo. Nada relevante para alguien que viva a orillas del Danubio o del Ebro, pero en un territorio tan árido como éste, la formación de un río y su permanencia a lo largo de las semanas, para mí es, como digo, algo nunca visto. Esta semana os he llevado a tu prima y a ti para que fueseis testigos de tan insólito suceso. Donde hay agua, la vida siempre se presenta en su máxima expresión, y a lo largo de su cauce, el río ofrecía a nuestros sentidos un interminable ecosistema biológico de especies animales y vegetales. Decidimos remontar el río buscando su manantial para luego recorrerlo curso abajo. No nace en las cumbres, sino por efecto de algún acuifero formado en el seno de las montañas que al haberse llenado, debe evacuar el agua sobrante, y el líquido cristalino brota de la roca como si la tierra abriese en ese punto su chistera. Durante el trayecto me preguntasteis varias veces que adonde íbamos, y yo os decía que a ningún lado en concreto, tan solo acompañábamos al rumor del agua en su sinuoso trayecto:
-¡Papá, pero a algún sitio iremos!- Quisiste saber, algo extrañada por la caminata que nos estábamos dando.
-¡Eso tito, cuando se anda es para llegar a algún lado¡- Replicaba tu prima, ya algo impaciente.
- No tiene por que ser así, pequeñas. De hecho, la vida no nos conduce a ningún destino. Se trata de disfrutar del trayecto. Aguzad bien el oído, no me digáis que la sinfonía de trinos no os transporta a mundos inexplorados. Aquí ni los graznidos de las grajas desentonan. ¿Y qué me decís del sonido de las hojas de los chopos chocando entre ellas por la acción de la brisa? Es como si el rumor del río se estuviese mirando al espejo. Fijaos en esa cascada, el torrente se pone de pie para saludarnos. La tierra nos habla, disfrutad, pequeñas, de este bombardeo primaveral, que mañana puede ser tarde.- Os iba sermoneando yo con una ceremoniosa letanía, mientras me mirabais como si se me hubiese ido la cabeza del todo.
-¡Papá, pero sabrás volver a la casa! ¿no?- Me preguntabas ya temiendo mi respuesta.
-Tranquila, hija, que de estos viajes no se vuelve nunca, pero antes de que anochezca estaremos a cobijo. Confía en mí.
-Vale, papá.-Me contestabas, más para darme la razón que por convicción, antes de cruzar unas palabras en voz baja con tu prima.
A causa de la espesa maleza, era prácticamente imposible avanzar pegados a la orilla del río, y en algunos tramos debíamos rodear para evitar quedar enredados en la laberíntica jungla. Una de las veces que pudimos acercarnos, os agachasteis para recoger una extraña piedra que visteis en el agua. Os pedí que me dejarais verla y quedé asombrado al comprobar que se trataba de un fósil de un molusco, bastante bien conservado, con ambas caras de la concha petrificadas. Entonces os expliqué que hace mucho tiempo, esas altas montañas formaban parte del lecho marino, lo cual os causó una gran extrañeza. Optasteis por llevaros el fósil para tenerlo de recuerdo. Despues de unas horas bordeando el riachuelo llegamos a un lugar bastante solemne. Para entrar era preciso cruzar por una estrecha bóveda vegetal formada por zarzamoras, y a la entrada, una cortina de mariposas se abrió a nuestro paso para permitirnos el acceso. Al atravesar la bóveda, en una pequeña planicie rodeada de paredes rocosas en forma circular, descansan los troncos de unos cuantos pinos gigantescos, cuyas copas se pierden a la vista cuando se mira hacia el cielo. Junto a la base de cada tronco, a modo de lápidas, hay colocadas rocas de distinto tamaño con la inscripción del nombre y la fecha del entierro de cada mascota. Permanecimos un rato guardando un respetuoso silencio en el mausoleo de los animales, un pequeño espacio dotado de una paz sepulcral, antes de salir y regresar a casa. Antes de cenar, fui a dejar el fósil en una repisa de adoquines que hay sobre la chimenea y como lo puse muy al borde, cayó al suelo, se partió en dos mitades y de su interior salió rodando por las baldosas una perla fosilizada.