Alberto Escobar

Estrés

 

 

 

 

 

 

Se tocó con insistencia todo el cuerpo.
Nada hería el tacto de sus dedos.

Comprimió con fuerza el pestillo de la puerta
para, de un repentino estruendo sobre el batiente,
sellar por el momento su argentina cerradura.
Desandó sus pasos hacia la alcoba, otra vez.

Se arrodilló ante el somier de la cama para mirar,
con una oración en sus ojos, entre las pelusas que
el discurrir del tiempo depositaba debajo.
Se levantó, no sin dificultad, para derramarse sobre
el cajón de su mesilla de noche.

Los calcetines y calzoncillos que presenciaron la escena
no daban crédito a lo que estaban viviendo.
Habían desaparecido, sin lugar a dudas.
Casi con una lágrima resbalando por su perfil derecho se
avalanzó sobre el salón, con igual suerte.
Debe ser una broma del destino.

A cada instante la hora que debía sonar entre los papeles
de la oficina se iba dibujando en el reloj de la estantería
rústica, que ornaba una estancia de puro desabrida.
Debía dejar la búsqueda e irse, sin más dilación.
Como una centella salió de su casa con una punzante
pregunta saltando de una neurona a otra, sin respuesta
que la calmara.

Volaba sentado sobre su testarossa, es un decir.
Su jefe le dio los buenos días, no contestó.
En su rostro se trazaba la geografía de la angustia...
Se quitó la chaqueta, pesaba más de la cuenta.
Metió la mano en el bolsillo y sacó, no sin una mueca
de sarcasmo hacia Dios, un juego de llaves.

¡¡¡¡¡Qué cabeza la mía!!!!