En lúdica postura, acurrucada,
a mi lado recostada,
contemplo tu figura, ensimismado,
y en ti observo, impresionado,
la hermosa arquitectura que conforma
tu anatomía a la norma.
De tus pies, con primura cincelados,
tan justamente alabados,
a la airosa figura de tu testa
de belleza manifiesta,
tus rasgos configuran un tratado
de hermosura y, bien pensado,
a fundar la sospecha colaboran
de que los dioses te adoran,
te elevan a la altura de una diosa,
como otra Venus, hermosa.
Para dar cobertura a tu cabeza
con exótica belleza,
flamígero fulgura un pelo liso,
color dorado cobrizo.
Bajo la noche oscura de tus ojos
luce en suaves tonos rojos
esa fruta madura de tu boca,
que dulcemente provoca.
Tu blanca dentadura es, si sonríes,
de perlas entre rubíes.
En tu linda estructura, absorto, admiro
todo aquello cuanto miro:
Tus manos, de finura insuperable,
de una elegancia admirable,
la artística escultura de tus brazos
de maravillosos trazos,
la exquisita factura de tus hombros
de refinado contorno,
la leve curvatura de tu cuello,
en la orla de tu cabello,
la mórbida tersura de tus senos,
tan tentadores, morenos.
Preludia tu cintura estilizada,
graciosamente entallada,
la canónica anchura de cadera
de una mujer de bandera.
Completan tu hermosura estructural,
como don providencial,
tus piernas de largura calculada,
de proporción ajustada,
que, en esa breve apertura de su arco,
ponen magnífico marco
al vano que conduce a un introverso
e inexplorado universo.
Es tu anatomía un compendio de arte
y es obligado admirarte.
Arrasa mi cordura el pensamiento
y me apena el sentimiento
de no poder llegar a enamorarte,
de que, pese a desearte,
tratar de conquistarte, es vano empeño.
Sospecho que todo es sueño,
y, preso de amargura y desconcierto,
angustiado me despierto.
© Xabier Abando, 14/08/2016