Por causa del humillante tormento
consagró lo mejor de su existencia
a exponer con claridad
los oscuros mecanismos del Poder.
Tan certero fue su pensamiento,
que después de varios siglos
su doctrina continúa desbordando
los angostos caminos de la posteridad.
Nació en cuna ilustre pero pobre
y tuvo esmerada educación;
su vida en la convulsa Florencia
fue lo menos maquiavélico que pueda imaginarse.
Presenció el juicio contra Savonarola
y la consunción de sus carnes en la hoguera;
nombrado miembro de Los Diez
y segundo secretario de la Cancillería,
demostró su habilidad en el manejo
de los sedosos cuchillos diplomáticos.
En su larga y fructífera carrera
acumuló diferentes enseñanzas,
que al regreso de los Médicis
le valieron la prisión y la tortura.
Más tarde el indulto le aguzó
su latente vocación intelectual;
dedicó al duque de Urbino
su libro más logrado,
pero este personaje ni siquiera lo leyó.
Hundido en la miseria y los recuerdos
murió donde había nacido,
dejando, además de El Príncipe,
varias obras de inocultable valor:
Discursos sobre la primera época de Tito Livio,
El arte de la guerra, Historia de Florencia,
y su famosa Mandrágora.